Esas viejas puertas que siempre me atrajeron; puertas vetustas que acumulan la magia y los secretos de tantos y tantos años…Siluetas desvencijadas y decrépitas exhalando siempre un silencio solemne, grave y decadente en la fachada desnuda de una calle empedrada y solitaria de un pueblo cualquiera. Siempre resistiendo el paso inclemente de los tiempos, de los días, de las noches, de veranos y de inviernos…con la madera raída por las lluvias y maltratada por los vientos, que hacen vibrar, lúgubremente, un postigo al que ya no asoma nadie…
Humedades, claroscuros de madera apolillada. La verdina invadiendo sus entrañas, enturbiando la blancura de la cal donde se enmarca, con su tinte persistente, desluciendo su pureza inmaculada.
¡Cuántos pasos hoyaron el umbral a lo largo de la vida de la casa! Esa curva sinuosa y desgastada con la pesada carga del tiempo. Pasos lentos, pasos ágiles, vacilantes pasos infantiles…el cansino caminar que arrastra un cuerpo devastado, envejecido…
En la cerradura, corroída por la herrumbre del tiempo, ya no suena el chasquido metálico de la llave; aquella llave hermosa, aquella llave grande de las que ya no existen y quedaron atrás en el recuerdo.
¡Cuántos sueños asomados al postigo de la calle! Ilusiones y proyectos albergados bajo su techo y que ahora oprimen sus estancias huecas, como cáscaras vacías.
Siento la tentación de llamar muy quedamente y escuchar cómo retumba la callada soledad del interior. Y el eco…me trae silencios, atávicas voces que aguardan no sé qué. Voces roncas, voces agrias, dulces voces de nanas y canciones, voces limpias, infantiles; entre gritos, silencios, risas, y sonoras carcajadas. Puedo oír los suspiros y los llantos, las palabras de amor que se entregaron y quedaron grabadas en la almohada. El crepitar de la lumbre (ya extinguida), el sonido entrecortado de una radio; el lamento y el quejido del viento en la enorme campana de la chimenea de las noches oscuras y frías del invierno.
Y a través de sus grietas y rendijas, me llegan por el aire sus fragancias: el olor a humo de la candela, al café caliente de la mañana… Los olores de maceta recién regada, del barro de los cántaros, del pan caliente; aroma fresco y veraniego del jazmín que trepaba por el arco de un hermoso pozo y desde el patio, soplaba su perfume hacia la casa. Olores a puchero cociendo entre las brasas. Aroma a mandarinas y a naranjas amargas y aquel olor intenso a manzana que exhalaba la ropa blanca guardada, cuidadosamente, en los cajones de la cómoda.
Espacios que conservan como un frasco, sombras, rastros, silencios, anhelos, sueños, pensamientos…hoy recubiertos con la pátina grisácea del polvo y del olvido. Testigos mudos del ocaso de nuestros viejos pueblos; algunos ya, sin alma, sin destino, sin futuro…
Mi foto: En Valdelarco, Huelva.