Monterrey, México. Año 2,250 D.C.
Armando Arango, camina tranquilamente por las calles del centro, son las 11:00 de la mañana, hace un día fresco para caminar. Se le antojan unos “tacos de trompo” de uno de los tantos vendedores ambulantes de cualquier ciudad promedio de México. Las ventas callejeras de tacos son ya una tradición de siglos en su país. ─Me los da bien enchilados señor ─le dice Armando al vendedor─ Allí tiene 3 salsas bien picosas joven ─le responde el vendedor ─sírvase a su gusto─ concluye. Aparte de las salsas abundantes, Armando le agrega varias rajas de chile serrano, su preferido. Los tacos le quedan en su punto, los disfruta al máximo. Mientras camina por las calles en dirección a la plaza Zaragoza, terminando el último de sus tacos, un hombre de apariencia extraña se acerca a él. Es un hombre de aproximadamente 1.85 metros, rasgos británicos probablemente, aunque a Armando más le parece haber visto algunas personas así en Nueva Zelanda en la gira diplomática que hizo su padre ─el actual presidente de México─ hace unos 6 meses. El hombre se acerca distraídamente a él (como quien va caminando más rápido que uno y lo planea rebasar muy pronto). Armando, sin embargo, tiene un extraño presentimiento, por un instante parece arrepentirse de haber escapado de los guardias del Servicio Secreto Mexicano que siempre le acompañan. Pero esa mañana despertó con ansias de libertad, de sentirse como un ciudadano normal de los Estados Unidos Mexicanos; y Monterrey lleva ya un siglo de ser una ciudad bastante segura, junto con la Ciudad de México y algunas otras más que otrora fueran de las más peligrosas del planeta.
El hombre que se le acerca a paso rápido, le pregunta la hora en un español tan perfecto que pareciera ser residente en México desde toda su vida, por no decir que hubiera nacido allí, pero sus rasgos físicos lo hacen parecer imposible. ─¿Oye güey, qué hora tienes? ─le dice el hombre a Armando─ son las 11:15 señor─ le responde él en un tono más formal que el tono coloquial que el hombre ha usado─ gracias güey─ le responde el hombre y por un instante casi imperceptible toca su hombro, como en señal amistosa de agradecimiento. En el siguiente segundo, ni Armando, ni el hombre extraño están ya en esa calle de Monterrey, se han esfumado. La tan concurrida calle de Monterrey, atascada de gente, como ocurre en la mayoría de ciudades del planeta en estos días, con graves problemas de sobrepoblación, continúa como si nada hubiera ocurrido, la gente ya no es capaz de notar si falta o sobra una persona o dos en cualquier escena de la ciudad a cualquier hora del día. Los perspicaces hombres del servicio secreto, sí lo habrían notado de inmediato, en efecto no habrían dejado que tal hombre se acercara a menos de dos metros de Armando, el hijo del presidente. Esa desconexión anormal de las masas de gente en las calles es lo que hacía sentir a Armando un ser un tanto solitario y disociado de la cotidianidad de su país, eso sin contar el no poder comer cualquier bocadillo callejero sin que antes lo pruebe el “paladar”, sobrenombre del guardia del servicio secreto que siempre chequea su comida con el dispositivo de escaneo de venenos, virus y sustancias químicas u orgánicas nocivas al ser humano.
Una semana después, Andrea Ramírez camina confiadamente en las calles del centro de la ciudad de Guatemala, en lo que antiguamente se conocía como la zona uno de la capital, un lugar rescatado paulatinamente de la suciedad, desorden y delincuencia hace poco más de dos siglos, hasta ser declarado patrimonio cultural de la humanidad por la UNESCO; al haber sido convertido en un barrio cultural con arquitectura colonial de la época de la ocupación española en casi toda América Latina. Andrea pide a un vendedor de la calle un “elote loco” (un elote amarillo, cocido, embadurnado de mayonesa, queso y una salsa roja ─tal vez catsup). El servicio secreto guatemalteco le ha dado media hora para caminar sin supervisión por las tan seguras calles del centro. Andrea es hija del actual presidente de Guatemala. Sus guardias del servicio secreto se verían en graves aprietos si algo le pasa a Andrea durante su visita al centro. Sin embargo, ningún delito de clase alguna se ha cometido en esa área de la ciudad de Guatemala durante los últimos cien años, así de segura ha llegado a ser. Mientras Andrea camina concentrada en darle mordidas certeras a su elote loco sin derramar gotas o migajas de lo que embadurna el elote, una mujer muy atractiva, pelirroja, de tez blanca, delgada, estatura aproximada de 1.65 metros, viene caminando hacia ella, con aire distraído se topa con Andrea y el choque accidental hace que a Andrea se le caiga su elote loco.
Con inesperada tristeza, como la de un niño que deja caer su golosina más preciada (aquella que solo le compran en ocasiones especiales), Andrea observa su elote en el suelo e instintivamente se agacha para recogerlo, al mismo tiempo la mujer que le ha chocado se agacha, toma el elote por un pequeño palito de madera insertado en su base y le ofrece una disculpa a Andrea al mismo tiempo que le ruega dejarle comprar otro para reemplazar su pérdida. Andrea, asombrada primeramente por el perfecto español de la mujer que es evidentemente extranjera, nota su gesto sincero y cortés y le indica que no hace falta para nada, que ya casi lo había terminado. Igual, comerlo todo era contraproducente para su dieta, parte del protocolo presidencial al que es sujeta toda su familia, piensa para sí misma. La mujer la mira fijamente, con una expresión de sincera pena pronuncia las últimas palabras de disculpa mientras le toca el hombro en gesto amistoso y sincero, al menos así lo percibe Andrea. En ese preciso instante la mujer desaparece de la escena junto con Andrea. Simplemente se desvanecen cual proyección holográfica (que en un momento está y luego desaparece).
Juan Carlos Jiménez, el jefe de grupo del Servicio Secreto Guatemalteco, observa a Andrea desaparecer a tan solo diez metros de él. Estaba por cruzar la calle para empezar a acompañarla en su caminata. Con ojos incrédulos observa el lugar en que hace un segundo estaban ellas dos y ahora simplemente caminan por allí muchas otras personas. Un ojo desprevenido podría pensar que Andrea está inmersa en un grupo cercano de personas y por ello no se ve. Juan Carlos en cambio tiene la capacidad de percibir el olor de cada perfume que ella usa hasta a veinte metros de distancia, su entrenamiento especial así lo permite, también memoriza de inmediato cada pieza del atuendo de Andrea de cada día, por variado que este sea (ya que no hay mujer que guste de repetir mucho una pieza de ropa), o durante la mañana en este caso, porque en la tarde tenía un evento oficial de su madre al cual asistir. Afortunadamente, piensa Juan Carlos, Andrea tiene un marcador bio-electrónico de tamaño microscópico incrustado bajo la primera capa de piel de su tobillo derecho. Este emite un pulso localizador rastreable hasta a 500 kilómetros de distancia. El dispositivo es especialmente diseñado para la élite gobernante de cada país del mundo y sus familias. Juan Carlos envía de inmediato un mensaje encriptado y codificado a la Interpol. En breves segundos la Interpol le informa que ubicaron el pulso localizador de Andrea en Nueva Zelanda, pero lo ubicaron solamente durante escasos tres segundos y luego desapareció de la faz del planeta. Ninguna célula de la Interpol fue capaz de “escucharlo” en ningún punto de la tierra. Los únicos capaces de deshabilitar un dispositivo de ese nivel de seguridad es la Agencia Internacional de Inteligencia Conjunta de la Tierra, la IA44 y durante los siguientes minutos la Interpol obtiene un comunicado oficial de la IA44 en la que niegan rotundamente haber tenido nada que ver con el percance. Juan Carlos está atónito ante las noticias que le envía la Interpol y la IA44. No tiene idea de que explicaciones le dará al presidente de Guatemala.
(continuará …)
ya disponible: Desapariciones (2a. parte)
@AljndroPoetry 2020 - julio
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