Zoilo el idiota

Mi nombre es Zoilo, Zoilo de algún lugar. ¿Acaso importa? Nadie me ha conocido jamás por mi nombre. No soy Zoilo… acaso Zoilo el ingenuo. Zoilo el estúpido, el idiota, o incluso Zoilo el tonto, pero normalmente no paso de ser el estúpido, el idiota y el tonto, y nunca Zoilo. La gente en el pueblo no se queda corta, siempre sabe ir más allá. Y la lista es larga, casi interminable, porque como decía el predicador, el hombre gusta de esforzarse en el mal y, así, he sido asno, necio, mentecato, pazguato, imbécil, zopenco, tarado… ¿Qué no he sido? Pocos hombres han trabajado tanto como yo para labrarse tantos nombres.

Pero sé que no soy eso. Soy Zoilo. Zoilo no recuerda mucho de su madre, salvo que era una señora muy educada y cristiana, eso sí. Hasta donde puedo hacer memoria, mi padre y yo solíamos pasar los días en el callejón de la calle mayor. Ella siempre iba de la mano de los hombres hasta un lóbrego hostal, y volvía con un billete entre las manos. Allí podía ver la sonrisa de mi padre, que pocas veces se nos presentaba. ¿No es gracioso? Cuando uno es un niño, poco puede entender. Tampoco entiendo mucho ahora. Vivía feliz, los niños se reían de mí, hacían cosas de niños, tretas sin importancia. Y yo caía en ellas, pues era ingenuo, y en mi interior nacía una obsesión.

«Zoilo, Zoilo» solían decir, tirando piedras a la ventana. Dormía yo como un tronco, pues siempre he admirado el descanso de nuestro señor tras la grandeza de la creación. «Los caminos se han llenado de nieve, y hoy no hemos de ir a clase, Zoilo». ¡Que me aspen! Cualquier niño se habría levantado corriendo para ir a jugar con la nieve, pero yo no, quería dormir, y todos sabían de mi naturaleza cansada. ¿Cómo iba a pararme a pensar que estábamos en pleno verano? Los niños saben burlarse y hacerle jugarretas a uno. Y así, también venían cuando nevaba de verdad. «Zoilo, Zoilo, los caminos se han llenado de nieve, pero los profesores han decidido que no podemos ausentarnos y debemos ir a clase. Levanta, Zoilo, ¡Zoilo!». Y yo, como un zorro astuto que no ha de dejarse engañar dos veces, salía corriendo, chaqueta y bolso en mano. Daba dos besos a mi madre, y partía hacia el colegio. ¿Y qué me encontraba? Nadie había en el colegio, salvo aquellos niños tan ingenuos como yo que caían en la misma broma.

Siempre que había de lamentarme, respondían con las mismas palabras. «¿Y acaso eres un desalmado, Zoilo, y tan poco corazón tienes, que no vas a reírte de una buena broma?» Yo no entendía esas situaciones en las que siempre salía mal parado, pero en caso de no hacer lo que querían, salía escaldado, y me ponían sabe Dios qué elementos desagradables en la banqueta o me esperaban a la salida, y no quería yo eso, sino tener la fiesta en paz, así que obedecía.

«Zoilo, Zoilo», me decían, «mañana tampoco hemos de ir a clase, pues la señorita Gretchen, que estaba embarazada, ha dado a luz por fin». «¡Hurra!» decía. Recuerdo pasar el día leyendo librillos y mirando los pájaros a través de la ventana. Al día siguiente, por desgracia, tenía que sufrir las consecuencias. Es verdad que la profesora no tenía una barriguita abultada, ¿pero cómo ha de saber uno que de allí vienen los niños? Es inhumano pensar que un humano debe salir de otro humano. Todos se rieron, incluida la señorita Gretchen que, segundos después de la burla de los alumnos, sabe Dios por qué, me vio a los ojos y me dijo: «¿pues no has de saber tú de dónde vienen los niños, teniendo tu madre la profesión que tiene?» Cuando quise quejarme, todos me dijeron lo que ya sabía. «¿Pues no has de reírte de una buena broma, Zoilo? ¿Acaso no tienes alma, no tienes corazón?»

Yo no podía sentirme menos que desalmado, de tal que era la tristeza que me acusaba en esos momentos y, queriendo parecer de gran corazón, obedecía a todos los niños y a todos los burlones del pueblo. «¡Cuidado con el lobo, Zoilo, el lobo!» solían gritar, camino a casa. Yo echaba a correr como alma que lleva el diablo y, cuando llegaba a casa, me los encontraba en la puerta, rebuznando como gamberros y dando brincos de la risa. ¿Y cómo había de saber que «Joseph, el imitador de voces» imitaba tan bien el aullido de la loba?

«Zoilo, Zoilo, ¡no puedes hacer eso! ¿No sabes que trae mala suerte?» ¿Ah, sabían ustedes que el chocolate da mala suerte? Todos los gamberros asentían cuando el mayor decía eso. Y bueno, si da mala suerte, ¿qué podía hacer? Repartía mi chocolate con todos y me iba a leer. Resulta que trae mala suerte comer uno solo, sin compartir, de aquellas sabrosas tabletas de chocolate en las horas de descanso. Así, me quedaba con un trozo, pero después de un tiempo entendí, según me decían, que eso también trae mala suerte. No entendía muy bien por qué, a veces tenía que ver con las intenciones de nuestro señor, a veces era por un monstruo que vivía entre las cañerías del recinto. ¿Y quería yo mala suerte o enfrentarme a Dios o un monstruo capaz de vivir bajo las malolientes cañerías del lugar? No, señores. Prefería pagar peaje. Pasar de largo. Y cuando tenía hambre y me quejaba, era lo que oía aquello de siempre: «¿pues eres tan desalmado, Zoilo, que no vas a compartir con tus buenos amigos?»

«El rey ha venido a verte, Zoilo. No puede uno vestir pantalones en frente del rey, Zoilo. La reina necesita dos cuartos, Zoilo. Si miras el sol durante un minuto entero, podrás ver luego con completa claridad en la noche. ¡Ah, cuidado, Zoilo, la luna ha caído en la plaza!» ¡Ah, Zoilo, Zoilo, Zoilo! Y si decía algo, me acusaban: «¿y acaso eres tan desalmado, Zoilo, que a todos has de llamarnos mentirosos?»

«¡Ah, Zoilo, tan fácil es nadar, basta con mover los pies!» ¿Y para qué, pues, querría yo aprender a nadar? Basta con mover los pies en tierra para ir de un lugar a otro. «Es mucho mejor la sensación del agua, Zoilo, ¿pues no disfrutas tú los baños?» Y ese día tan caluroso, me decidí a tentar la suerte, ¿por qué no habría yo de refrescarme en el lago del pueblo? Tenía yo, por aquel entonces, un perro llamado Caín, un perro que se había extraviado y había venido desde muy lejos. Fue mi madre quien le puso el nombre. Según crecía yo, también crecía él, como es obligado en esta vida. Y como es obligación, hubo de partir al cielo antes que yo. «¡Mueve los pies, Zoilo, muévete!» ¡Ay, que si no fuera por Caín, no estaría yo aquí! El pobre quedó en el fondo del lago y yo, por suerte y a pesar mío, fuera de él. Nunca había sufrido tanto, y nunca me había sentido tan furioso. «¿Cómo vas a ser tan tonto, Zoilo, que no sabrás nadar? Por tu culpa ha muerto este pobre perro». ¡Ah, y lo que me quejé! «¿Tan desalmado eres, Zoilo?»

Pasaron los días y salía yo de misa. Llevaba mis zapatos más limpios, mi madre llevaba su mejor vestido. Le pedí permiso para salir a jugar con los niños, y entramos en un recinto vallado donde solíamos parar a la sombra y pasar las horas jugando a la pelota. Un niño entró corriendo, sudando y con una expresión de terror que no olvidaré jamás. «¡Ha llegado, chicos, ha llegado!»

¿Qué diablos había llegado? Me agarré de la cabeza y de mi corto pelo, y lo miré a los ojos. «Ha sonado la última trompeta, se ha roto el último sello». Y con los ojos clavados en su mano, en la que parecía tener algo escrito, aunque dudé, dijo así: «¡caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?»

Otro me agarró del hombro y dijo: «los muertos se están levantando, Zoilo, Caín te está esperando».
¡Ah, por cuánto lo busqué, lágrimas en los ojos y su correa en mano! «¡Perrito, perrito! Ven aquí, Caín». No estaba en ninguna parte. Levanté los cimientos de su caseta y la tierra por debajo, miré debajo de la cama, abrí el armario y no encontré más que chinches y moho. «Ah, Caín, Caín». Es verdad que no había visto ningún muerto de camino, sin embargo, ¿por qué me mentirían los niños? Hace tiempo ya me había decidido a creer y a confiar. Corrí al lago, corrí como una liebre. ¡Ah, Caín! Tanto lo busqué que no habría logrado salir de ahí de no ser por un pescador que hacía las delicias de su día, con tantos enormes peces mugrientos en su barquilla. ¡Qué sorpresa fue! «Puede ser que estemos viviendo el fin del mundo, hijo», me dijo riendo, «pero aún no se ha levantado muerto alguno del que tenga yo noticia».

¡Pobre de mí! Tuve que volver empapado a casa, y pasé dos semanas resfriado con los mocos colgando de mi naricilla como témpanos. Habría sido ese un buen final para mí: dejar la gran lección de esta vida, que es no confiar en la gente, porque llevan a uno por el camino del mal, y es lo importante rodearse de gente buena, y creer uno lo que debe. Pero yo no pensaba así. ¿Por qué sería mala la gente? ¿Y no era el malo yo, por llamarlos mentirosos y desconfiar? Tras cada burla, iba a hablar con mi madre, que me decía que más valía ser ingenuo que malvado. También se mofaban de ella, ¿pero cómo habría de mencionar eso a mujer tan digna? La amaba mucho.

Así vivía entonces. Y en estas circunstancias, no entendí por qué mi padre tuvo que huir. Antes de marcharse, me dijo: «vive, hijo, una buena vida, y no reproduzcas jamás nuestros errores». ¿Qué querría decir con eso? Era el respetable señor de una grave hacienda. Cuando lo acompañaba al local, a por su vaso de agua diario (pues él gustaba mucho de beber un vaso de agua todas las mañanas, y después también) todos los hombres sonreían, felices como lobos, y agachaban las cabezas y sombreros de puro respeto.

Mi madre se hacía mayor, y por alguna razón esto era un problema, así lo decía en varias de sus discusiones. Él se fue, y hasta donde sé, lo persiguieron fuera del país. Mi madre murió poco después, porque no podía vivir sin él. Fue enterrada con todos los honores y la pompa fúnebre digna de una mujer buena y de su calibre. Lloré como un niño, aunque era un niño mayor.

Antes del último aliento, mi madre se disculpó conmigo, con los ojos llenos de lágrimas y dolor. Confesó su pesar sobre todas aquellas burlas que debía de haber sufrido por su culpa. Dijo que lamentaba el deshonor de su profesión y modo de vida disoluto. ¿Y cómo podía yo llevar la contraria a una mujer tan respetable, aunque no entendiera un adarme de qué hablaba? Marchó con mis labios en su mejilla, y mis lágrimas besando las suyas.

Así fue que me convertí en huérfano. Llegué a casa de un señor no muy malo ni muy bueno, profesor y filosofante que me crió de la mejor manera que pudo. No era muy estricto ni muy laxo, ni muy afectivo ni muy frío. Era, en fin, mediocre no en mucha ni poca cantidad, sino en el punto medio y perfecto, como gustaba él de filosofear, muy a la manera de sus Aristóteles. «¿Qué te gustaría ser, hijo?» Me preguntó en una ocasión.

¿Y qué quiere uno ser? Rico, feliz, guapo, llevar los caballos como nadie, golpear como un boxeador. Ser buen cantor, o un poeta, o tal vez simplemente un hombre de bien. No podía decidirme. Sin embargo, ¿por qué debía hacerlo? Una fuerza mayor se encargó de decidir por mí. La verdadera encargada de mi crianza, mi verdadera madre, no era otra que el pueblo.

Y así fue que acabé criando caballos. A los niños les encantan los caballos, todos quieren ser vaqueros y correr en las carreras o imaginar que son gauchos. «¿Pues cómo no habrás de ser algo digno de los hombres, como un criador de caballos?» Yo los criaba y los cuidaba, o en otras palabras y lo que es lo mismo, trabajaba en un establo a cambio de un salario miserable. Nada me hacía feliz en ese trabajo, y salvo un par de monedas, no hube de sacar nada de allí, más que un par de coces a la espalda y algún que otro berrido al oído, por parte de aquellas malas bestias que llaman maestros, y también de las que llaman caballos, que eran lo mismo, aunque algo más educadas y humanas.

¿Con quién me desposé? Con una mujer muy bella. La llamaban Felicia la coja. ¡La coja…! «Pues es bella de corazón, ¿no es así, chicos? Deberías, Zoilo, aprovechar antes de que nadie tome la delantera y, ganando por la mano, quiera casarse con ella. Pues pocos podrán gozar del placer de señorear tan buena mujer». Yo reía y decía así: «estáis bromeando, ¡locos!» Entonces todos me rodeaban, me miraban con mala intención y zarandeaban los palos. «¿Acaso nos estás llamando a todos locos, Zoilo?»

Tuve que tragar saliva y dejarme caer a un lado, y echar a correr por aquellas calles embarradas que jamás podría abandonar. Me perdí en mis adentros y, tragando hondo, me puse a pensar. «Bueno, ¿por qué debe Felicia la coja ser coja? ¿No es loco? Hay tantos nombres que usamos en sentido figurado. Piense uno en un cardenal. Mi padre solía tomar su cinturón y dejarme la espalda llena de cardenales, ¿y qué, acaso salía el concilio de Trento de mi cuarto después de cada paliza? No, tal vez sea una mujer hermosa que anda raro. Tal vez tenga algún vicio. Ellos sabrán de qué pie cojea». Y así me engañaba y me dirigía a la choza de esparto donde vivía Felicia la coja, pues todos conocían muy bien su hogar.

Resultó ser coja, lo que me sorprendió mucho. Tenía, ciertamente, cara de Felicia. No era capaz de ver belleza alguna en ella, pero tomé la palabra de aquellos que se llamaban mis amigos. Debía ser muy bella de corazón, así que le hablé con algo más de valor y dejé claras mis intenciones.

«Soy, Zoilo querido, mujer de alto valor, y no habrá dote que pueda darte yo, sino que habrás de ser tú quien la ofrezca». En las circunstancias normales, esta situación se daba al revés, pero si era una mujer de alto valor, ¿qué podía hacer yo? «Mira mis ojos verdes, luceros en la noche más oscura». ¡Ay, sus ojos parecían de un verde enfermo, como si alguna mala bruja los hubiera teñido! «Mira mi piel blanca, ardiente como un rayo del sol». ¡Que me aspen si era ardiente! Era muy morena y más tostada que el carbón, y debía de haberse pintado la piel con tiza. «¡Mira mis labios sabrosos!» Y ciertamente lo eran, y en esto tuve que acceder, pues había algo de chocolate en ellos que debía de haber estado comiendo antes. «¿Qué piensas, Zoilo mío?»

No pensaba yo más que en salir corriendo, pero accedí, y se debía esto a un razonamiento muy sutil. La idea de ser finalmente señor, no podía atraerme más. Así fue que hablé con mi padre filósofo, vendí varios de sus libros y pude ofrecer una dote digna, muy al gusto de mi padrastro, siendo ni muy pequeña ni muy grande, sino en el punto justo y adecuado, que se traducía en un par de gallinas y mantas de buena calidad, y alguna sortija de alquimia.

Nada me trajo más que penas. Jamás pude ponerle un dedo encima, ni siquiera la noche de bodas. Y cómo no, fui el hazmerreír de todos con un sietemesino. Y varios hijos más que, a la manera de un José, traje al mundo sin tocar una vez a mi mujer. ¡Cómo bebían y reían a mi costa! Yo pasé los siguientes años llorando. Finalmente, me decidí a abandonarla. Estaba harto ya de aquella manera de vivir, así que dejé una carta en la mesa de nuestro hogar y desaparecí. Aquella mujer había gastado las últimas gotas de paciencia que me quedaban, y la última bolsa de mis ahorros no podía caer en el fango de sus desdenes, así que me fui. ¡Me fui!

Harto de las maldades del pueblo, entré al establo una noche y solté todos los caballos. Tomé uno y corrí. Cuando eché la vista atrás, no me podía creer lo que veía. Los caballos perseguían a los hombres y entraban en los locales, chocando entre sí y sobre ellos. ¡Ah, si mi querida madre lo hubiera visto! Quise reírme, es verdad, pero no sentía nada. Y ese fue mi problema toda la vida. No sentía nada. No había ninguna pasión. Hacía todo lo que me decían. ¿Qué quería ser? Fui lo que quisieron. ¿A quién iba a amar? A quien me diesen a elegir. ¡Vaya por Dios! Solo quería una pasión sincera. Sentir algo. Algo de verdad. ¡Y ojalá no hubiera deseado esto! Y ojalá sí, pues es contradictoria siempre la pasión. Y allí la conocí a ella.

Viví bien con mis ahorros un tiempo en una ciudad vecina, sin nadie que me molestara. Pues la ingenuidad siempre es molestada y escarnecida. Yo quería tener corazón, temía ser un desalmado. Así, pasaba mis días en la taberna del lugar. ¡Y bebiendo sentía tener tanto corazón, me sentía tan almado…! ¡Ah, qué feliz era! Con extrema rapidez pasé a ser conocido como el borrachuzo local, y no me molestaba. Cualquier hombre cuerdo preferiría pasar sus días bebiendo antes que despierto.

Y esta que creía felicidad, no era sino amargura comparada con la alegría que nació de la fuente seca de mi corazón, la vez primera que vi a la hermosa Belisa. Cuando cruzó el umbral, el portero agachó la cabeza, los hombres se rindieron y besaron el suelo, y yo mismo sentí la necesidad de besar sus propios pies, o de dejarme pisar. No era melindrosa, aunque la hacían bruja. Reducían su estirpe lejana a las Circes y Calipsos y Medeas, pero a mí no me parecía más que una diosa disfrazada de mujer, para pesar de los hombres y horror de los enamorados.

Yo bebía alejado de todos, como es gran fruición a veces cuando se busca silencio y razonamiento.
¡Ah, cuando se acercó, qué escalofrío acosó estas pobres carnes! «Hermosa es, Zoilo, ciertamente», me dije en mis adentros. «¿Qué mal hay en el deseo? Toda tu vida has huido de él, y has obedecido. Ve, pues, quiérete a ti mismo un poco, y háblale; ¿qué tanto hay por perder?»

En el último momento, como todos los hombres sin volición, me acobardé. Crucé la puerta y puse tierra de por medio. Y perdí la conciencia. Había caído frente al puente que unía el pueblo con un camino de tierra, a las afueras, y me desperté, sin embargo, a las puertas de la taberna. ¡Vaya que los borrachos hacen cosas raras, pensé…! Quise huir, pero se oía una canción. Unas notas extrañas que en mi vida había podido oír, al menos hasta ese tenebroso momento, como un coro angelical. Seguí aquella extraña cancioncilla a través de una y cada una de las mesas del local, y no pude percibirla sino con meridiana claridad el instante en que topé con el tomo de la puerta trasera y salí afuera. Y allí estaba ella. Lilith de las mujeres, con la misma cabellera de fuego y la curiosidad de Eva, ángel a mis ojos, y a la vez el mayor dolor que hayan podido sufrir. «¿Quién eres tú, forastero?» terminó por preguntarme.

¡Ah, cómo caí en aquella preciosísima trampa! Le di mi nombre y en el mismo momento en que hablé, sellé mi suerte, y también mi corazón le entregué. No pasó mucho tiempo hasta que comenzamos a pasear juntos. Hablábamos, bebíamos, brindábamos y celebrábamos como extraños y felices seres, que poco se han visto por aquí.

Era tanta la pasión, que pasaba noches sin dormir… y tanto el dolor, que día sin ella para mí no era día, sino noche y muerte y dolor. Era la cama una tumba, y nada hacía más que pensar en ella entre vuelta y vuelta y lágrima y lágrima.

Finalmente, la besé un día, y eso abrió la puerta a tantos besos y caricias, que no podía más que llorar de alegría y de dolor, por no haber cruzado antes aquel umbral de dicha y gozo. ¡Ah, por fin lo tenía! Por fin una pasión sincera. Tomó mi rostro con ambas manos y me dijo: «quiero todo de ti, amor, y es todo de ti lo que tendré, lo más profundo. Algo más, algo diferente».

Al poco tiempo, nos decidimos a casarnos. Y otra vez, el mal de mi vida no cesaba de acosarme. «Cuida, Zoilo, con esa mujer, pues fama tiene de bruja y de malvada». ¡Ah, cómo reí! Malvada no era, sino que era la mejor. Tantos envidiosos hay en este mundo, que volarían y nos taparían el sol si aquello apeteciera. ¿Y si fuera así, qué importaba? La gente no entiende lo que es, verdaderamente la voluntad. Saltar de un acantilado sería tan placentero como ser convertido en cochinillo por la supuesta bruja que mi corazón embauca, y solo, y nada más por esto, que es ser la voluntad de uno, y hacer lo que uno y nadie más quiere.

Cuando uno sufre el mal porque otros le empujan, es tonto él y son tontos los que empujan. Pero si lo sufre por mano propia, ¿es dos veces tonto, o es dichoso…? Poco importaba, «la vida es corta, me dije». Y a decir verdad, la vida es corta. Vale más caer en el error por cuenta propia, viviendo y muriendo como uno siente, que caer por la voluntad de otros.

Entonces nos casamos, y al contrario que en la otra ocasión, sentí el ostracismo del nuevo pueblo. Cuando uno no hace lo que la gente quiere, no bailan con él, no ríen. Intentaron aprovecharse de igual modo, pero no lo permití. ¡Ah, qué hermoso fue el día! Mi amada, sin embargo, no cesaba de pedirme «algo más». Quería todo mi interior. ¿Qué significaba eso?

Yo continuaba desvaneciéndome muchas veces, a culpa del alcohol. Ella cuidaba de mí todas las veces que despertaba, y yo siempre despertaba con más dolores. Nada importaba, era mi decisión y me sentía feliz con ella. ¡Era tan feliz, y era tan hermosa y tan grande el placer!

Yo había encontrado otro trabajo, otra vez con los caballos. Ahorramos y pudimos acondicionar una casa lejos del pueblo, que era propiedad de una vieja suya, un legado extraño que no comprendía y tampoco me había molestado en entender. Volví a desmayarme una noche que bebí, y me desperté con ella al lado, sentado en aquella mesa de la cocina donde solíamos comer. Había un plato en la mesa y el olor era tan, tan sabroso, que no podía poner término al apetito, ni siquiera fingido. En aquel momento sentí algo extraño: un dolor horrible, y una frialdad extrema. Allí recordé sus palabras y la vi a los ojos, mientras devoraba aquel extraño plato. «Quiero todo de ti»… ¡Ay de mí!

Caí al suelo y volví a desvanecerme, desparramando mis tripas en el suelo, que llaman intestinos y con otras tantas palabruchas científicas que se me escapan, y que encontré otra vez dentro de mí al despertarme, con una cicatriz bajo el pecho del tamaño de un buen par de pies grandes. ¡Ay, cuando miré! ¡Ay de los niños de mi infancia, que no me habrían creído! ¡Ay de todos los que se burlaban con imposibles! ¡Qué era aquella sirena, aquel dragón en la cintura!

Volví a desmayarme, y ahora nada escucho más que el pan de cada día: «¡ay, Zoilo, si nos hubieras hecho caso!» Cuida, si eres sabio, y no insistas en el mal, valora tu voluntad: siempre es así con la voz de los demás: ¡nada de los males, todo de algún bien!

4 Me gusta