Yo vine al mundo
un día de septiembre,
un dieciséis.
Y fue un verano,
en puertas de un otoño,
quién me dejó.
De aquellos dulces,
colores, marchitados,
nació un mendigo.
Y es que la mano,
pequeña y temblorosa,
siempre pedía.
Pedía amor
en sueños y esperanza,
en su niñez.
Pedía paz,
en años de ilusiones
y juventud.
Y así llegó,
la eterna primavera,
con madurez.
Y la vivió
bebiendo de ese cáliz
intensamente.
Se emborrachó
del néctar de la vida
que tuvo un fin.
Porque la vida
no para, y se detiene,
como él quisiera.
Y en su vejez,
ahora, en otro otoño,
mira al invierno.
Rafael Sánchez Ortega ©
16/05/25