Apilo espacios de cada uno de estos ojos,
abiertos en la multitud lenta de un día rojo.
Tan apretados de ausencias, tan curvos
en las venas del agua.
Los apilo hasta que sangren algodones
y piedras, tambores y pira de vértices.
En la costura de sus pechos hay aves sin afilar,
hay resorteras y otras baratijas, otras pequeñas
máquinas donde bautizan sombras de melancolías.
Ella inclina sus ojos para alargar alas que sangren
inocencia, cenizas distantes de un silencio.
Quiero que me viole con el peso de su fiebre
y retroceda una palabra hasta volverse un poema.
Siempre querré ir, donde ella riega semillas a su alma…