Una carrera (III)

    Quisiera compartir los días pasados

    Con el guardián de la barcaza del Lago Primigenio,

    Cuyas aguas salinas, borboteantes o calmas,

    Son el aliento del recién nacido.


    Quisiera hinchar las páginas con anhelo fallido,

    Enrojecer las márgenes con notas sanguinarias.

    Una boca gigante invitándome a entrar

    Sin advertencia en un sueño;


    Me estremezco al pensar

    En el tañir de la campana

    Sobre el cauce de orina gargantuesca,

    Bañándome el espíritu,

    Abriéndome los ojos:


    Nada más que el vacío que deja mancha

    En el blanco cristal, un tintero volcado

    Por el viento que no puede saciarse.


    Vine para existir contra mi voluntad.

    La coerción del hombre que somete a Dios

    A la lujuria por su propio reflejo.


    Y a contagiarme del deseo apremiante

    De verme a los ojos

    Como veo a las estrellas fugaces.


    La serpiente de fuego

    Se enrosca y desenrosca sin parar,

    Sus colmillos azuzan sin parar

    A los sentidos, los manda

    A que busquen manantiales en las piedras.


    El arcoiris es un puente colgante

    Que desde las entrañas oscila y se quiebra,

    Engañando los ojos a que lo vean de noche.


    Hay una brisa insistente en el tránsito

    Que dobla hasta a una voluntad de hierro.

    Sus órdenes son crueles y acarician.


    Hay un grano de arena en cada latido

    Del órgano vital. Y en él la calidez de los desiertos.

    Y pisamos un cúmulo de hielo

    Ignorando por qué sufrimos.
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Los arcoíris son puentes tendidos a la imaginación —aplaudo tu poema—

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