Me fui sin avisar,
cuando todos dormían.
Y cuando dormía yo.
Tomé el soñado camino
que lleva hacia los bosques mentolados.
Cuando uno se interna en esa espesura,
el aire es promesa del grandioso oleaje
que ruge más adelante.
Sin guía y sin apuro,
hay que dejarse maravillar
por la sonoridad desordenada de los pájaros
y el crujir de las ramas muertas bajo los alegres pies.
Y al alzar la vista,
la danza del follaje en las alturas
parece acariciar ese cielo tan azul
como uno quiere que sea.
Y todavía más, y más azul.
Arde la piel bajo el sol que se filtra entre los alcanforeros.
Lentamente, la alfombra de hojas y grama se vuelve arena suave…
Pronto los benteveos se vuelven gaviotas en alegre bienvenida.
La arena se vuelve océano, sal y espuma, frescura e infinidad.
Y todavía más, y más inmensidad.
Cuando las aguas empapen mis flancos,
elevándome en la espalda
de las olas incipientes,
cuando me anime a abrir los ojos
en el misterio de la profundidad,
seré menos otra cosa
que parte del mar.