Ayer Dios llegó a mi despacho, tomó mi temblorosa mano y me llevó a pasear un rato por el infierno.
Allí conocí a los dioses que han dominado la mente de los hombres, todos encerrados en la profundidad del averno, sin rostro ni nombre que recordar.
Antes de terminar el paseo me mostró un lugar vacío, y como quien me cuenta un secreto me dijo que ese sitio estaba reservado para él, cuando otro Dios viniese a ocupar su lugar, y tenga que morir en la mente del pueblo, en sus recurrentes temores, en su rotunda ignorancia y en su precaria ilusión.
Y añadió que para eso me había traído, para que, cuando llegue el día que tenga que sufrir el desprecio que lo entierre en el olvido, lo defienda de quienes reniegan de su obra, a sabiendas que no soy abogado del diablo ni tengo demonios acechando mi casa.
Cuando acabó la visita, en la puerta del infierno me despidió Belcebú y guiñando el ojo me dijo, muy en el fondo del oído, rasgando apenas el silencio, para que no escuche mi corazón: “recuerda lo visto, que siempre hay un puesto vacante para un nuevo Dios… solo tienes que crear uno mejor”.
Hoy me ha despertado el sonido de una sirena de ambulancia y ante mis ojos se ha dibujado la sonrisa temblorosa de mi madre, sumida en un llanto de felicidad. No pude hablar porque aún tenía puesto un pie fuera de este mundo, pero logré escuchar cómo musitaba una oración de agradecimiento, mientras volvía a la vida con el pecho herido por una descarga.
Mientras miraba al rostro del paramédico que verificaba el pulso de mi corazón, supe entonces a dónde debía arrojar mis temores y mi reverenciada ignorancia.
- El Club de los relatores. 2020. Edit. La Esfera Cultural.