Bajo el manto dorado del otoño, donde las hojas susurran su despedida al viento, el amor efímero despierta, frágil como el crujir de una rama seca. Es un latido que se cuela entre los pliegues del aire frío, un roce de manos que calienta la piel pero no el alma, porque sabe —oh, cómo sabe— que su tiempo es prestado.
Las copas de los árboles, encendidas en rojos y ámbares, parecen gritar que todo lo bello se desvanece, y aun así, en ese instante, el corazón se aferra. Es un paseo por senderos tapizados de hojas, donde cada paso resuena con promesas que no se cumplirán. Sus ojos, reflejos de un sol que ya declina, me miran como si pudieran detener el crepúsculo, pero el otoño no miente: todo cae, todo se suelta. El amor efímero no pide eternidad, solo un momento, un suspiro robado entre la niebla de la mañana, un abrazo que huele a tierra húmeda y a recuerdos que aún no existen.
Y mientras el viento arrastra las hojas en un vals sin fin, siento su calor desvanecerse, como el último rayo de luz que se pierde en el horizonte. No hay promesas, no hay cadenas, solo el eco de lo que fue, grabado en la corteza de un árbol que seguirá en pie cuando yo ya no esté.
El amor efímero no se queda, pero su sombra danza en mi pecho, recordándome que incluso lo que muere puede ser hermoso, como el otoño, como este instante que ya se desvanece.