La brisa del amanecer se colaba por la ventana entreabierta, trayendo consigo el aroma salado del mar y el canto lejano de las gaviotas. En un pequeño pueblo costero, donde las casas blancas se apiñaban contra la ladera de una colina, vivía Javier, un hombre de mirada profunda y corazón inquieto. A sus treinta años, Javier había sentido el peso de la vida más de lo que su edad sugería. Su alma estaba anclada a ese lugar, a sus calles empedradas, a la plaza donde los ancianos jugaban al dominó, y al faro que, cada noche, guiaba a los barcos con su luz titilante. Pero algo en su interior lo empujaba a partir, a buscar un horizonte nuevo, aunque ello significara dejar atrás todo lo que amaba.
La canción de Nino Bravo, Un beso y una flor, resonaba en la vieja radio de su habitación. Aquella melodía, con su mezcla de nostalgia y esperanza, parecía hablarle directamente a él. “Al partir, un beso y una flor, un te quiero, una caricia y un adiós…”. Las palabras se deslizaban como un eco de su propia vida, y Javier, sentado en el borde de la cama, cerró los ojos, dejando que la música lo envolviera. Había tomado una decisión: se marcharía del pueblo al día siguiente. No porque odiara su hogar, sino porque sentía que, si no lo hacía, se quedaría atrapado en un bucle de días idénticos, viendo cómo sus sueños se desvanecían como las olas que se deshacían en la orilla.
En el pueblo, todos conocían a Javier. Era el hijo del pescador, el que siempre ayudaba a descargar las redes, el que cantaba en las fiestas con una voz que, aunque no rivalizaba con la de Nino Bravo, llegaba al corazón de quienes lo escuchaban. Pero también era el joven que miraba al horizonte con ojos melancólicos, como si buscara algo que ni él mismo podía nombrar. Su madre, Isabel, lo había criado sola tras la muerte de su padre en un temporal. Ella era su ancla, su refugio, pero también su mayor atadura. Dejarla sería como arrancarse una parte de sí mismo.
Esa mañana, Javier caminó hasta la playa. El sol apenas despuntaba, tiñendo el cielo de tonos rosados y dorados. Se sentó en una roca, dejando que la arena se colara entre sus dedos. Frente a él, el mar se extendía infinito, un recordatorio de lo grande que era el mundo más allá del pueblo. Pensó en la letra de la canción: “Es ligero el equipaje para tan largo viaje…”. No necesitaba mucho: una mochila, algo de ropa, y el dinero que había ahorrado trabajando en el puerto. Pero el verdadero peso no estaba en las cosas materiales, sino en lo que dejaba atrás: los recuerdos, las risas, las tardes en la taberna con sus amigos, y, sobre todo, el amor de su madre y de Carmen.
Carmen. Su nombre le provocó un nudo en el pecho. Era la hija del panadero, con el cabello negro como el azabache y unos ojos verdes que parecían reflejar el mar. Habían crecido juntos, compartiendo secretos, corriendo por los acantilados, y, con el tiempo, algo más profundo había florecido entre ellos. No era un amor de palabras grandilocuentes, sino uno silencioso, hecho de miradas y roces furtivos. Pero Javier sabía que, si se quedaba, ese amor podría convertirse en una jaula. No quería que Carmen lo viera consumirse en un pueblo donde los días se repetían como las mareas.
Esa tarde, Javier fue a buscarla. La encontró en la panadería, amasando el pan con las manos cubiertas de harina. Cuando lo vio, ella sonrió, pero su sonrisa se desvaneció al notar la sombra en sus ojos.
—¿Qué pasa, Javier? —preguntó, limpiándose las manos en el delantal.
Él respiró hondo, sintiendo el peso de las palabras que estaba a punto de pronunciar.
—Me voy, Carmen. Mañana. Al norte, a la ciudad. Quiero… necesito encontrar algo más.
Ella lo miró en silencio, y por un momento, Javier temió que se enfadara. Pero Carmen solo asintió, con una tristeza serena en la mirada.
—Lo sabía. Siempre supe que este pueblo te quedaba pequeño
—dijo.
Se sentaron juntos en el muelle al atardecer, con los pies colgando sobre el agua. La canción de Nino Bravo seguía resonando en la mente de Javier: “Mi amor, mi amor, de cara al futuro…”. Habló de sus sueños, de querer estudiar, de trabajar en algo que lo apasionara, de ver el mundo más allá del horizonte que siempre había conocido. Carmen lo escuchó sin interrumpir, aunque sus manos temblaban ligeramente. Cuando terminó, ella tomó su rostro entre sus manos y lo besó. Fue un beso suave, cargado de promesas no dichas, de un amor que no necesitaba palabras.
—Llévate esto —le dijo, colocando una flor silvestre en su mano—. Y no me olvides.
La noche antes de partir, Javier fue a casa de su madre. Isabel estaba en la cocina, preparando una sopa que llenaba la casa de un aroma cálido. Cuando él le contó su decisión, ella no lloró, aunque sus ojos se humedecieron.
—Hijo, el mundo es grande, pero también cruel. Prométeme que, pase lo que pase, no perderás lo que eres —dijo.
Javier la abrazó, sintiendo el calor de su cuerpo, el latido de su corazón.
—Te prometo, mamá, que mi mundo siempre serás tú —respondió.
Al amanecer, con la mochila al hombro, Javier caminó hacia la estación de autobuses. El pueblo aún dormía, envuelto en una quietud que parecía despedirlo. En el bolsillo, llevaba la flor que Carmen le había dado, ya ligeramente marchita, pero aún hermosa. En su corazón, llevaba el beso de ella y las palabras de su madre. “Es ligero el equipaje para tan largo viaje…”. La canción seguía acompañándolo, como un mantra que le daba fuerzas. Subió al autobús, y mientras el vehículo se alejaba, miró por la ventana. El faro, la playa, las casas blancas… todo se fue haciendo pequeño, hasta convertirse en un recuerdo.
Los primeros meses en la ciudad fueron duros. El bullicio, las luces, la soledad entre la multitud. Javier trabajaba de día y estudiaba de noche, persiguiendo un sueño que a veces parecía inalcanzable. Pero en los momentos de duda, sacaba la flor seca de su cartera, o cerraba los ojos y recordaba el beso de Carmen, el abrazo de su madre. Escribía cartas al pueblo, contándoles de su nueva vida, de los edificios altos, de las calles que nunca dormían. Y siempre terminaba sus cartas con las mismas palabras: “Os llevo conmigo, siempre”.
Pasaron los años. Javier se convirtió en un hombre distinto, pero no olvidó sus raíces. Logró terminar sus estudios, encontró un trabajo que lo llenaba, y con el tiempo, la ciudad dejó de ser un lugar extraño. Pero nunca dejó de escuchar Un beso y una flor. Cada vez que la melodía sonaba, volvía a ser el joven del pueblo, sentado en la playa, soñando con el mundo. Y cada verano, regresaba. Volvía al pueblo, al faro, a la plaza. Abrazaba a su madre, que seguía cocinando sopa con el mismo amor. Y buscaba a Carmen, que ahora dirigía la panadería, con el mismo brillo en los ojos.
Una tarde, mientras paseaban por la playa, Lucía le tomó la mano.
—¿Valió la pena, Javier? —preguntó.
Él sonrió, mirando el mar.
—Sí. Pero lo que más valió la pena fue saber que siempre tendría un lugar al que volver —respondió.
Y entonces, como si el destino quisiera cerrar el círculo, la radio de un barco cercano comenzó a tocar Un beso y una flor. Ambos rieron, y Javier la abrazó, sintiendo que, aunque el mundo era grande, su hogar cabía en ese instante.