En el borde del tiempo,
donde el instante danza entre ser y no ser,
un susurro eterno estalla:
el principio que nunca termina,
la chispa que incendia galaxias
y despierta el alma dormida.
El universo se curva en sí mismo,
un anillo de luz que nace y renace.
Somos partículas y ondas,
destellos de infinito
vibrando en el caos ordenado,
en la orquesta de lo eterno.
En cada ciclo, el eco regresa,
como el río que nunca es el mismo,
pero lleva siempre el sabor de la fuente.
¿Quién soy?
Una pregunta en espiral,
un reflejo del todo
que se encuentra en cada fragmento.
Entre las estrellas y el polvo de mi piel
resuena el suspiro universal,
la red de todo lo que es:
yo en ti, tú en mí,
nosotros en el todo,
la esencia en cada átomo,
el todo en cada respiro.
El comienzo me llama
desde el horizonte que nunca alcanzo,
y aún así lo llevo dentro,
pulsando como un tambor cuántico,
como un mantra infinito:
nacer, morir, ser.
Es la danza de lo cíclico,
del retorno al origen,
del fuego que nunca se apaga,
porque somos luz vestida de carne,
energía que nunca cesa.
Y en esta unión sagrada,
en este abrazo cuántico,
el tiempo no existe,
el espacio se disuelve,
y solo queda el amor:
el comienzo que es todo,
el comienzo que soy.