Navega Odiseo sobre el mar furioso,
la nave negra corta las olas,
se renueva en espuma,
las sirenas admiten su derrota,
desaparecen bajo los arrecifes.
Llueve eternamente sobre cubierta,
peces extraviados golpean
los rostros de los remeros
y se pierden sobre la borda.
El Héroe,
amarrado al mástil mayor
guía las naos,
su voz se escucha serena
la tormenta le resulta ajena.
Al otro lado de la niebla,
donde nace el viento y el mar
se convierte en bosque,
allí lo espera la hechicera.
Hermes el argifonte
con su varita de oro
comparte el antídoto y previene al héroe,
de acabar su noche entre los cerdos,
pero nada puede hacer
ante los encantos de Circe,
que a Odiseo conducen al lecho.
Entonces el héroe regresa sobre su humanidad,
se vuelve astuto,
solicita a la hechicera un trato justo,
a cambio de su desnudez y su amor ardiente
respetar su virilidad es un compromiso.
Sedienta ante el cuerpo del guerrero,
cuya ardorosa pasión en el campo de batalla y en el lecho
había recorrido los confines del planeta,
Circe acepta sus condiciones
pero antes de dejarlo en libertad pide a cambio
que el héroe descienda al Hades,
a conversar con Tiresias.
Tiresias se rehúsa recibirlo,
es para entonces un ciego retirado,
que se consume lentamente en las tinieblas.
Sin oráculos ni profecías
sobre su veloz nave negra,
el viejo guerrero regresa al océano,
guía sus hombres a casa
donde lo espera Argos,
el perro que rehusó ir a la guerra.
Ignora que Penélope enamorada
con un pretendiente desconocido
desapareció la noche en que el Atalaya
anunciaba el final de la guerra.
No existen razones para regresar,
Odiseo lo sospecha,
pero no encuentra forma de explicar
a sus fieles guerreros
que Ítaca habita en el corazón.
El Argifonte lo observa,
agitando impotente su varita de oro,
a su lado los dioses envidian
la grandeza del héroe,
que descubre en Ítaca
la infinita soledad del hombre.