No me lo tengas en cuenta,
Yayo mío, te quiero mucho.
En los ojos azules del “yayo” me ausento,
por los años felices de audaz travesura,
sumergido en el ansia que sube a la altura
de las nubes, buscando caricias del viento.
Escrudiño la ausencia, de nuevo me siento
el pequeño mocoso, feliz, sin cordura;
disponiéndome, alumbro la pobre diablura
y, en la cima del puente, me dejo el aliento.
Rememoro a mi abuelo, mi “yayo” enfadado,
que salmodia a pequeños diablillos, rufianes,
que corrieron al puente del tren a trepar:
— ¡Revoltosas criaturas, tozudo ganado!
¡Por los puentes subiendo, menudos truhanes;
me agotáis la paciencia, me cago en la mar!