Tras la fila de árboles

En aquel rincón de la ciudad fue donde sentí una tranquilidad inhóspita. No había un gran ruido, tenía cerca un gran descampado y poseía una curiosa cantidad de plantas y de viejos bancos. No era un parque, pero tampoco asemejaba ser una zona de recreo ni comercial, sino era más parecido a una estampa costumbrista donde las personas mayores se juntaban antes de que llegaran las constructoras. A unos cuantos metros (tal vez medio kilómetro) un gran parquin vacío yacía prácticamente abandonado, al igual que el edificio que haya detrás. Los carteles de venta, alquiler, de publicidad de la constructora y el de la inauguración 10 años atrás colgaban de las ventanas desde el primer día que pasé por ese lugar.

Estuve yendo a lo largo de los 6 años que estuve en la ciudad en mis descansos del estudio o, ya después, del trabajo y apenas vi a nadie entrar o salir del lugar, Mientras los árboles iban surgiendo más y más, los carteles se demacraban llenándose de moho y roña hasta el punto de caerse o transmitir una fragilidad impropia de las arandelas que cedían a la inclemencia del tiempo y el clima.

Odiaba a ese edificio. Era un pegote donde antes vivían personas en comunidad, que tenían sus lugares de convivencia que ahora estaban mancillados por el intento de estafa y de vivir de los demás. Era un gasto que intentaba verse como un lujo a pesar de ser un lugar alejado del resto de la ciudad. Me ponía enfermo pensar en lo lejos que había cualquier supermercado y aún así creyeron buena idea colocar ese manchurrón sacacuartos.

Nunca me había adentrado en la seca naturaleza mediterránea que se encontraba durante horas a mis espaldas pero eso cambió cuando, una tarde llegué a uno de los solitarios bancos a los que acostumbraba y me llamó la atención que el aparcamiento estaba a rebosar y una estridente música provenía de las cercanías del estúpido edificio. Una pequeña carpa con varias mesas repletas de comida invitaba a entrar a los curiosos para inspeccionar los vacíos apartamentos con intención de que algún incauto caiga en la compra de una esclavitud al coche por el lujo del corcho pan.

Allí no podía estar. Era imposible tan siquiera oír los pensamientos propios por la algarabía que venía de la fiesta. Por eso me decidí a cruzar la línea de finos árboles que limitaba los bordes de la ciudad.

A los pocos pasos el terreno comenzó a inclinarse súbitamente hacia abajo en algo que no quedaba muy lejos de ser un barranco sino fuera por su pequeño tamaño y que eran transitables sus muros. Por fortuna había un camino estrecho serpenteante que parecía haber sido usado mucho tiempo atrás. El suelo de tierra grisácea-verdosa tenía trozos de ladrillo, azulejos, botellas y algunos cacharros y basura muy envejecida que se habría ido esturreando a lo largo de décadas como una muestra poco agradable de la vida posterior aquí. Al llegar abajo la pequeña ramblilla se apreciaba mejor. Sólo tenía dos metros de ancho que me escondía de todo el barullo ajeno a este lugar y a mí.
Mi izquierda se encontraba t
aponada por unos grandes cardos que habían crecido salvajemente y la otra pared era mucho más empinada y sin ningún camino que me pudiera ayudar. Seguí por el único hueco que seguía el enano cañón sorteando plantas, libros viejos, un zapato y algo que se asemejaba a una muñeca descabezada y descolorida. Al poco tiempo volvió a aparecer el camino que escalaba la tierra hasta la parte alta del cañón de nuevo.

Allí arriba se encontraba una casa de dos plantas, grande y ancha, hecha de ladrillos grandes y grises que se habían comenzado a desprender de las zonas más altas. Las ventanas tenían sus cristales partidos en la mayoría de casos y sus marcos se veían carcomidos y descoloridos por el sol. La puerta era recia y pesada pero se mantenía en su lugar a duras penas. Su diseño era barroco ya que tenía talladas decoraciones complejas a lo largo de la tabla. Cuando giré la cabeza pude ver algunos coches del aparcamiento y aún así nadie había visto esa casa en mucho tiempo seguramente ya que no parecía haber sufrido la presencia de maleantes o adolescentes.

Entré de luchar con la pesada puerta atascada y el polvo saltó hacia mí con intención de atacar a mis pulmones con algo de fortuna. Lo que me encontré ahí fue un salón donde un sofá y un sillón descansaban se enfocaban hacia la pared este donde yacía una chimenea que aún tenía restos de carbón con una fina capa de polvo. En la pared contraria tres grandes repletas estanterías ocupaban el lugar. Justo frente a mí varios grandes cuadros colgaban alrededor de una puerta. Los óleos contenían grandes paisajes ominosos repletos cumbres, vegetaciones, agua y nubes.
Al cruzar la puerta bajo los cuadros se encontraba un comedor muy grande y decorado. Una gran larga, fina y delgada mesa se encontraba emperifollada con platos, cubiertos y copas por cada silla que abrazaban la tabla. Dos botellas de vino y tres candelabros se repartían de manera desigual. La cera de las velas recubría el metal hasta llegar al mantel beige que amarilleaba desde las esquenas y paseaba por los bordes de manera irregular. El lujo del sitio no se quedaba en la mesa, sino que también se expandía a los asientos de terciopelo de las sillas y a más cuadros enormes igual de góticos como los del salón.

Sólo había una puerta más enfrente de la que entré y era la única que traía algo de luz ya que las ventanas se encontraban cerradas. Al cruzar la puerta una cocina de piedra mucho menos elegante de lo que era el resto del hogar. Sus paredes eran totalmente grises y daba la sensación de estar en el interior de una gran piedra llena de telarañas prácticamente en cada esquina del lugar. Un gran horno antiguo con una chimenea que subía la pared reposaba en la pared derecha. Un par de sillas muy viejas parecían observar el horno con varias varas detrás atadas. Ollas y sartenes colgaban de las paredes asemejándose a los cuadros ya que, al igual que las obras, el tamaño resultaba bastante intimidante.

Al salir por una puerta tosca, un gran patio rodeado por una muralla cuadrada tan gris como la cocina se mantenía inamovible. El lugar estaba repleto de pequeñas plantitas en un suelo igual de gris que el del exterior pero que asemejaba ser más amigable. La cocina entraba desde la esquina suroeste del lugar y en la pared contigua hacia el este facilitaba la entrada de cualquier vehículo con una gran puerta corredera de un hierro oscuro bastante oxidado. Unos gallineros de madera, que se encontraban en el centro la pared del fondo, se mantenían bastante bien salvo por una de las tolvas del pienso que se encontraba en el suelo. Unos tres árboles en fila india se aislaban a la izquierda. Dos limoneros y un naranjo que parecían muy abandonados con unas ramas medio caídas y una gran cantidad de fruta podrida en el suelo.

Un cubículo más pequeño se encontraba no muy alejado a la izquierda de la cocina, al asomarme pude ver un váter solitario entre la puerta entornada y, entre el baño y la cocina, unas escaleras en forma de L subían por encima del baño. Mi curiosidad me podía. Cuando puse un pie en el primer escalón el metal del mismo se hundió, sin firmeza alguna. Sin seguridad pero con confianza lentamente fui ascendiendo hasta un descansillo en el que se encontraba otra puerta totalmente podrida por las humedades que escalaban a través de las cañerías del baño.
Sin demasiado esfuerzo derrumbé la puerta y me adentré a un nuevo salón muy iluminado por su única ventana lateral. Esta nueva sala de estar era más pequeña. Una mesa bien barnizada y dos muebles llenos de cajones se encontraban ahogados por grandes pilas de libros mal colocados que se habían derramado al suelo. A mi derecha un baño mucho más lujoso que el anterior parecía pavonearse incluso con los trozos de techo encima. Un lavabo elegante, otro váter y una excelsa bañera parecían no comparecer ante los escombros pesados que les oprimían.

Sólo quedaba una puerta más y no parecía haber ninguna otra. Esta estaba cerrada y en buen estado. La llave se encontraba en la propia cerradura, pero resultó mucho más complicada de girar. Estuve intentando abrirla con toda la fuerza posible hasta que partí la llave y, tal vez, la cerradura, ya que se abrió con un chasquido bastante sonoro.

Una cama reinaba el dormitorio de aspecto seco y poco decorado. Dos mesillas a los lados con una lamparilla de noche cada una. Dentro de las sábanas amarronadas se encontraba un esqueleto en total estado de quietud tan esperado como intimidante. Desde una puerta corredera de cristal entraba el sol, ya poniente, iluminando la calavera con el rojizo color del atardecer. El difunto cuerpo miraba hacia el techo y sus manos se encontraba sobre su pecho con algo entre ellas.

En una circunstancia normal hubiera sido obligatorio pensar sobre la ética, pero, he de decir que me negué a quedarme con la duda. Falté al respeto de un difunto ser humano, pero nunca me he arrepentido ya que lo que sujetaba era un folio doblado por la mitad. Suavemente la retiré sin tocar ni mover lo más mínimo el cadáver más por miedo que por respeto. El papel se notaba envejecido pero, gracias a su gran gramaje, aún estaba en un estado muy bueno. La letra era imprecisa y bailona, zigzagueaba en los trazos rectos y no mantenía las líneas a la misma altura. La carta decía:

“Querida hija mía, no me encuentro muy bien, no sé si voy a aguantar. Desde hace algo más de un mes que se llevaron a tu hermano para el frente y nadie se ha podido ocupar de mí. Espero que puedas llegar de Granada sin problema. Sólo te pido que puedas llevarme con mi Antonia y que disfrutes de esta casa. Espero que la guerra no te alcance en lugar perdido. Te quiero mucho.
Firmado por tu padre José el 27 de Septiembre de 1936.”

Al acabar de leer mi imaginación me arrastró al sufrimiento del que no pudo salir este fallecido hombre y no sólo antes y durante el fenecimiento. Había sido olvidado por todos durante vidas y vidas y yo, tras haber interrumpido aquella funesta racha no fui capaz de hacer lo que la guerra. No fui capaz de respetarle, ni en ese momento ni después. Cuando me asomé al balcón que esquinaba hacia la entrada del edificio vi cómo, ya en la noche, la luz del odioso edificio se habían encendido pero no había cesado el flujo de gente. Le devolví la carta al señor y salí con toda la presteza posible del lugar para dirigirme a mi casa.
Volví a ese lugar, pero ya con unos meses de espera. No le comenté a nadie sobre ese lugar hasta años después y jamás pensé en volver a cruzar la barrera de árboles que marcaban el límite de la ciudad.
Yo había odiado ese edificio durante mucho tiempo por el sinsentido, por la estupidez de estar allí pudiendo vivir en un lugar mejor pero no hay lugar mejor, por desgracia todo pegote que coloquemos seguirá siéndolo para otros en el momento en el que dejemos de estar allí. Al igual que ese tal José fue seguramente un pegote para las personas que vivieron en la postguerra en aquella zona, y nosotros, para evitar ese pegote del pasado, lo derruimos por miedo a que nos diga algo porque, a veces, tenemos que ver algo muerto para ser conscientes de que sólo somos humanos con quien tenemos cerca, con quien vivimos, y nos olvidamos que sigue habiendo personas tras cada pago, tras cada tomate o tras cada casa. Nos olvidamos de que el dinero no es nada si no hay a quien comprarle y nos olvidamos de que hacer pegotes por hacer pegotes no nos traerá nada mientras en esos pegotes no haya personas que vivan, rían y lloren y que, por mucho capital que se quiera hacer, las comunidades persisten.

2 Me gusta