Tic tac. Los últimos rayos de luz entibian el vidrio empañado del cuarto.
Tic tac. Un silencio perturbador yace tras la puerta.
Tic tac. El ángel negro espera pacientemente.
Tic tac. Nadie es consciente de lo que acontece en la casa.
Tic tac. La ropa de la semana, acumulada en la silla; más de dos vasos apilados en la mesa de luz; la ropa de cama con olor a la semana pasada; y la capa de polvo que comienza a hacerse notar.
Tic tac. Su espíritu no parece detectar el “orden establecido” en la casa. Con sosiego, sus ojos mojados ya se han habituado a la penumbra del cuarto. No es el infierno, aunque lo parece. Tampoco es un sueño. Todo parece tan natural, como para quien no distingue el buen vino del malo. Lo más triste es que se ha acostumbrado a esa agonía inservible.
Tic tac. El ángel negro da un paso. No suena. No respira. No pesa.
Tic tac. Pero el aire se vuelve más espeso, como si la habitación supiera que algo está a punto de romperse.
Tic tac. Ella no lo mira, pero lo siente. Está ahí. Siempre ha estado: observando, esperando.
Tic tac.