Despertó; las sábanas acogían la indolencia que proporciona no tener que dar cuentas de nada: habían empezado las vacaciones de verano. Comenzaban a colarse esos primeros rayos de luz que, juguetones, saludan entre las rendijas de la persiana; abrió los ojos: inmediatamente, con la fuerza de un resorte, sus párpados se cerraron; intentó abrirlos de nuevo y volvieron a apretarse con fuerza, desobedeciendo su voluntad. Lo intentó varias veces, pero no fue capaz de abrirlos. Su primera reacción fue de angustia. Sentía que a su alrededor había claridad, una claridad de inicio del mundo, a la que no conseguía acceder y que se oponía a su deseo de abrir los ojos. Como una fruta sabrosa que te arrebatan cuando la tienes al borde de tus labios. Al cabo de un tiempo, tras repetidos intentos, dejó de esforzarse.
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Sus sentimientos se volvieron confusos, contradictorios. Anhelaba y, al mismo tiempo, temía abrir los ojos. Poco a poco su ser se fue refugiando en la oscuridad interior deslizándose por un vasto espacio silencioso. El mundo detuvo su girar. Recordó al perro de Goya, un cuadro que había visto con sus padres en una visita al Museo del Prado y que le impresionó de una manera especial: los ojos desfondados del perro, la cabeza asomando de no se sabía donde, el color terroso que llenaba el fondo del cuadro. Soñó durante varias noches con ese cuadro.
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Se sentía como debía sentirse aquel perro, así lo imaginaba: incapaz de mirar a un mundo vacío, incapaz de mirar dentro de su cuerpo, preguntándose: ¿qué habrá allá arriba?
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Goya: Perro semihundido (Imagen de Pinterest)