Solamente me quedé callado y te escuché,
solamente veía el parabrisas del auto ir de aquí a allá
mientras arrugabas la nariz
pidiendo que escuchara.
Mi mano en la palanca de velocidades temblaba
deseando que el tiempo fuera gentil con nosotros
y nos diera un poco más de “eso”
a lo que tú y yo llamamos “escuchar”.
Entiende que si permanezco
es porque cuando hablaste de esperar
supe que no dejaría de pensar en ti.
Que no me bastan las palabras,
que no quiero que todo lo escuchado termine en nada,
que no quiero jugar al sin sentido
cuando tú y yo sabemos a dónde va.
Me quedé callado
porque hablar sería arrancar tu entrega,
obligarte a apostar
y apostar es algo que hacen aquellos
que no tienen lágrima que dedicar.
Te despediste, bajaste del auto,
te seguí con mis ojos,
con mis manos,
con mis entrañas.
Y volteaste,
como si supieras que quería quedarme
y quiero quedarme
y quiero bajarme del auto
y quiero acercarme
y quiero decirte que tengo miedo.
Tengo miedo de que cierres la puerta
y me vea obligado a irme;
pero tengo más miedo de que te quedes,
de que no cierres la puerta,
de que te des cuenta que me he dado cuenta,
que no hay marcha atrás.
Que lo que hemos escuchado
ha sido lo bastante hermoso y cruel
como filamentos que se queman
con el roce de los labios.
Como nudillos prestos a atacar,
a desprender y desbaratar
todo el trago amargo
que nos permitimos
para mantenernos a la espera de “un poco más”.
Un poco más de sentir
sin declarar.