Una gran cascada de fuego cae sobre tu nuca
y enciende el alba con sus resplandecientes llamaradas.
Me siento en mitad de la cumbre de tus perlas
y observo furtivamente el espectáculo:
Paseando por las calles, como tal llamarada
que su poderío extiende, tus pisadas marcan mi nombre
con una hoguera de hojas perpetuas.
En la andanza, se abre a tus espaldas
rizos ondulantes y libres, que danzan al capricho del viento
mientras sus ráfagas empujan las chispas que dispersan.
Chispas ardientes que caen sobre los perdidos ojos transeúntes
y en respuesta desprenden miradas coquetas hacia ti,
la diosa de los bellos rizos de fuego.
Tú, oh majestuosa niña, despiertas al día con cada caminar
y, al alzar tus brazos, las olas constantes del tiempo se detienen,
cayendo con cantos a tus dedos humeantes.
Las horas se vuelven tuyas, oh doncella ardiente,
como el alba que enciende al cielo con colores.
La aurora se levanta de los suburbios nocturnos
y regalándote las llamas de la luz de tu renacer,
produce su fino reflejo en tu melena excitante.
Así, entre cada vislumbre, te admiro salir,
ardiente, en la extensa lejanía vacía;
encendiendo ciudades con inimitable serenidad,
como un mechero en antorcha infinita,
iluminando al sol que se entreteje entre las aguas profundas
de la cascada infernal, la cual,
saltando con la misma deliberación de tus pies,
abunda entre rosales y se impregna en tus cabellitos enrollados.
¡Oh rizos de sol, juego de albas!
¡Enciende mi horizonte! ¡Invoca a mi alma!
¡Oh, diosa de rizos de fuego! Entre tus brazos yo me quedo
para absorber la calidez de tu gran hoguera colgante
y dejar que mi alma se pierda
en el dulce infierno entre tus piernas.
Terminas tu dulce andanza durmiendo entre lagos;
apagas tus bellos rizos para esperar tu nuevo cantar
y con tu misma benevolencia el sol se acuesta en tu alcoba,
descansando a tu lado para esperar las nuevas reglas del crepúsculo.
