El feérico umbroso del alto y fugaz Garcilaso
abandonas —e indómito el sable— cayendo el ocaso.
¡Rubicundo estilete que el sátrapa teñía de horror,
oh, inconforme y diabólico fauno…! ¿A dónde has partido
sin la capa fragosa y unánime de espurio bandido…?
¡Oh, abolengo pretérito y bronco de blanco alcanfor!
Has dejado la bolsa sonante que grita los nombres
de boyardos despóticos… tártaros y lánguidos hombres.
Y la aljaba letárgica silba detrás de un ciprés
entre el musgo y el arco olvidado del brazo belígero;
y la guerra las huesas entierra… y los aros aurígeros
que la frente ceñían con fasto de frente y envés.
¿Dónde están los caballos piafantes y el grito famélico
de los ángeles réprobos que alzan en cánticos bélicos?
¿Dónde, aleve, el concierto del pueblo canoso al rigor
de sus trampas, desdenes y burlas…? ¿Y dónde el haiduque
que persiga a esos duques taimados que llegan en buque
y huyen presto al alcázar… y temen a muerte el alcor?
¿Quién ayuda al anciano y al hato? ¿Qué rey forajido?
¿Quién dispara a la luna fulgente e instiga el ruido…?
¿Quién espanta a gallinas y zorras con su árida voz,
y seduce a la niña fragante que canta en la fuente
con su gesto apolíneo —y bruto— de pobre consciente?
¿Dónde quedan el huérfano amargo y el hambre feroz…?