Tantas y tantas veces
me asomé al precipicio,
que me cuesta entender
por qué no oteé el vacío.
Allí en las alturas,
en una cima sin cielo,
solo me cabía la voluntad
de perecer en el destierro.
Abandonado a mi suerte,
nadé a contracorriente,
alcé el vuelo sin destino alguno
a lomos de un viento gélido.
Suspendido en el tiempo,
sentí la fragilidad de la vida,
la fuerza que domaba
mi indomable espíritu.
En el árido solivianto
que a diario me atenazaba
no supe encontrarme de frente
con el coraje que me despertara.
Navegando a la deriva
en un océano que me arrastraba,
naufragué en los confines
de una isla infinita.
Perdí el sentido del espacio,
la dimensión del instante
y me acurruqué en mí mismo
buscando un consuelo estéril.