he llorado por una amistad desconocida,
ridícula, sensible, mujer,
me siento indefensa
en días tan premonitorios;
en la cabeza tengo un tablao flamenco
de los que nunca me gustaron de pequeña
y taconean cada vez más alto
y el recuerdo es una obsesión dolosa.
he llorado por una amistad desconocida,
por una fábula inexistente,
la imaginación me decepciona,
a veces me desfallece;
pasé la noche en una cadena de comida rápida
y podrían ser las nubes,
el bochorno del otoño,
la inevitable llegada de la edad adulta,
pero creí ver a los tres mosqueteros
y una fábula inexistente e incompleta.
llevaban un uniforme parecido al mío,
aquel que aborrecí tanto en la adolescencia,
y unas mochilas tan abultadas
que parecían cabañas,
mazmorras con dragones y videojuegos
y una tarde muy parecida a la primavera
y a la diversión y la angustia
de gustar, de estudiar,
de no ser un fracaso
y de elegir la próxima película
del sábado;
les miré durante un tiempo
y parecían despistados,
ninguno más que otro,
no había jerarquía,
desprevenidos a partes iguales
de lo que sería la vida
en un par de años.
fueron pocos minutos
pero pareció una eternidad,
fue la amistad que nunca tuve,
no de cerca al menos,
porque de un grupo de tres nos quedamos dos
y más tarde una,
y de un grupo de cinco se quedaron cuatro
y me fui yo;
no sé si fue por fuerza
o por propia elección,
quizá fue necesidad,
quizá fue la demora y la impaciencia
de ir de un lugar a otro,
de ser nómada tan pronto.
pasé la noche en una cadena de comida rápida,
podría haberme quedado en casa
y no hubiese pasado nada,
las nubes se hubiesen mantenido negras,
el naranja hubiese permanecido
en el atardecer y en los árboles
que cambian de hoja,
pero el sentimiento no hubiese sido
un intento
de volver a tiempos más sencillos
y tan hipócritas:
no recuerdo nada
y aún así volvería
para seguir buscando,
para ser mejor,
para exigir menos
y pensar que quizá
no gasté esos años
entre libros
y soledad innecesaria.