París y Edith Piaf

París era de todos sin ser de nadie.
Ni de Josephine Baker, disfrazada de plátano
ni de Gertrudis Stein, descubriendo
a un joven e imberbe Picasso, retando
a un Modigliani por sus deseadas modelos
No consiguieron ni F. Scott ni su Zelda Fitzgerald
darle más brillo al Sena cargados de dólares.
Ernest Hemingway paseó por Montparnasse
sus famosas borracheras, al lado de Ava Gardner
mientras Henry Miller escribía sus Trópicos y
Primavera Negra, en brazos de Anaïs Nin.
París se dejaba querer, viendo como otros
se ensalzaban o caían.
El poeta Paul Éluard perdió a Gala
robada por el pincel de Dalí.
París era una soledad perdida
mientras un genio llamado Julio Cortazar
escribía Rayuela.
Y entonces, Edith cantó
desde sus pies desnudos,
desde el prostíbulo donde se crio
desde las borracheras y los abusos
en su juventud, Edith cantó.
Desde su maternidad a los dieciséis años
y la pérdida de su hija a los dieciocho
siguió cantando.
Al Milord que una prostituta compadece
a la vida tan oscura
a la que ella le puso el color de rosa.
A Marcel el amor de su vida
muerto cuando ella cantaba La foule
“Veo la ciudad de nuevo en celebración y delirio”**
Amó sobre todo al amor.
Pese al dolor y las pérdidas, pese a las frustraciones
y enfermedades Edith siguió cantando
No, nada de nada, no, no lamento nada
ni del bien que me han hecho, ni del mal
ya todo me da igual.
Y entonces París se enamoró de ella
bajo los puentes del Sena se dieron el sí
y París invitó al mundo a disfrutar de aquella
gran voz en aquel menudo cuerpo.

** De la canción LA FOULE

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