Octubre

Dice el sabio barbado
de ronda sideral y nigromante,
con el cirio en la mano, una sombra delante:
«¡que muerto el grito… canta el hado!»
¡Ah, diablesco orfeón!
«¡Un gallo a Esculapio…!» Ríe alguno.
«¡Oh, Walpurgis de grana…!» Silba el cierzo importuno…
y un iniciado alza el hachón.

La humana suerte auguran
siguiendo el resto y el celestre rastro.
¡Un sollozo infernal…! El ara de alabastro.
Los sauces crujen y conjuran
lucernas fulgurantes;
la niebla embebe el alma de Satán…
y un diablo cojo ríe con estólido afán
sobre las brujas delirantes.

Mefistófeles parte…
deja alaridos, fustas y galeras,
y escucha al sacristán entre esparto, goteras,
y un demoníaco estandarte.
—No han matado al anciano.
—Poco importa. El ritual es de mentira.
¿No vivimos aquí…? —Omnímodo, suspira—.
¡Tan necio y réprobo el humano!

—Va a hablar el mayor.
—Nacidos bajo el signo de Saturno,
a la zaga indecible del espacio nocturno,
tórrido vibra el bruno humor.
Son almas inquietantes
que nutren del saber o la canción,
¡pero hijos de la sed…! ¡De hambre sin parangón!
Vanos y eternos navegantes…

Los cuervos tenebrosos
acosan y redoblan sus torturas…
y un halcón regurgita sus facciones impuras
con artificios deshonrosos.
Vaga su alma insaciada
día tras día… y la más dulce fruta
les tienta, inasequible. Y al morderse, transmuta
cual viento… polvo… nada.

¡Oh, es orden de ironía,
de la naturaleza y de fortuna!
Persiguen su ideal de quimérica luna
y arden por siempre un mismo día…
¡Es esto lo que vi,
los síntomas y penas que he descrito!
—Padre, ¿qué diantres dicen…? Ellos no están malditos.
—¡Ellos no, los poetas sí!

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