Dadme el nevado bóreas y el simún que agalbana,
y un cielo sin estrellas… o el que en ellas se afana,
mares donde mirarme, montes… o tierra hermana;
¡dadme hacer cuanto sé: cuanto me nace en gana!
Nunca me atéis, hermanos… ¡nací para correr!
No sé si entre lavandas (o tras una mujer);
pero yo he de escapar del hoy o del ayer
y encontrar, de mañana, mi airoso rosicler.
La arqueológica hora, la inédita aventura…
y el manantial del agua santa, salvaje, pura,
que entre chopos transcurre y entre chopos procura
vida, alhajas, vigor… y abraza mi alma oscura.
Los silbos, las majadas donde saciar mi sed;
los álamos cansados —de barbas y de «usted»—
que todo han visto ya y, en canosa merced,
susurran a los hombres «ved, obstinados, ved».
Los ciervos y los lobos, las huellas y los llantos,
las infinitas risas y los fugaces cantos
que un Jano ha bendecido de todos los encantos,
¡mi caricia de barro, mi corona de acantos!
Dejadme cabalgar un poco… un poco más,
¡como el niño que fui, que no murió jamás!
Como el hombre que soy… ¡que no seré, quizás!
¡Dejadme, a ritmo propio; marchito, a su compás…!
Dadme la soledad más sola y más hermosa,
y el desdén y el desprecio. ¡El mundo es poca cosa!
Que oyendo el ruiseñor, la cadencia armoniosa…
todo lo ha de sanar besar solo una rosa.
Mirad la malaquita, mirad también el beis,
¡las lágrimas que veo: los colores que veis!
Dadme solo unos días, acaso cinco o seis,
pero hermanos queridos… ¡nunca, nunca me atéis!