Nuestros

Nuestros políticos son poetas megalíticos que esculpen versos afilados de sílex en las frentes despejadas de los obreros –como la espina de una rosa o el viento fenicio de una Antigüedad perdida sus actos poseen la fealdad de la destrucción y la belleza del fuego y el crepitar de las consciencias–.

La cultura, tal como la conocemos, llegó de Oriente en embarcaciones de ratas y de esclavos, mientras el rapsoda rimaba sentimientos en las doradas estrellas de un mar dormido en el plácido lecho de un día de mediados de julio.

El estío y las ratas, el dolor y la sal en las heridas de la esclavitud.

Ahora nos dicen que esos tiempos volverán, que los esclavos ya no reman en galeras y que la luna nos mira con desdén desde que los poetas se preocupan del látigo y no de la pluma y el papel.

Luna triste, triste luna: el Mediterráneo se refleja en las heridas abiertas de tu cuerpo de oro, y vistes un traje de tierras míticas en sombras de palmeras y dátiles de rizos de viento.

Desnuda te queremos, Selene, desnuda y blanca como las nubes y el algodón de las plantaciones; no con trajes de soberbia ni con luces de presidio –en el vacío, en las alas muertas de las mariposas–.

Nuestros políticos son esclavos de la ambición. Desean construir mundos dorados, de cielos ventosos y horizontes de lánguidas montañas de papel verde, pero acaban mendigando un muro que frene la escorrentía para edificar palacios en mitad de la torrencial demencia de los lagartos inmóviles bajo el sol de febrero.

En febrero y en marzo, suturamos la herida abierta en la yerma mañana con los excrementos de los grandes templos de la civilización. Y no somos como el ciervo contemplando las azules láminas superpuestas del lago helado de la tierra alta. Nuestra sangre cae y gotea en la flor rosada del almendro. Desde el cielo una estampida de sueños precipitados sobre las arboledas renacidas en abril.

Llegan las aves reflejadas sus alas en las olas del mar, en oscuras procesiones brotan del fondo del cielo, y la confusión disipa las nubes y embravece la brisa sobre los tejos. Las vemos entrar en nuestros pechos abriendo a picotazos la carne que nos mece en las pesadillas de pez de la madrugada, antes de que el gallo rompa la seda silenciosa que cubre el mundo.

Aquellas gentes que me recuerdan la efímera huella en las dunas. Dejadlas sobre la arena y ya el viento las oculta como impulsado por el mismo diablo. Y cuando la luna ilumina las olas dispersas que tiemblan en crestas carmesíes, sus espíritus vagan por las ciudades buscando los recuerdos encerrados en los sótanos de los parlamentos, o tal vez releyendo el pasado como un tiempo que nunca existió. Tales son las cosas que desconocemos: que toda persona tiene su historia aunque solo trate sobre el silencio del Universo.

Y vamos encajando los restos del naufragio en el puzle de la vida. En algún punto del retablo se levanta la cruz sobre la tumba, en otro, la hacienda en ruinas, y el tiovivo, y la alargada nube vaporosa. Y en el anverso, la humedad de un torrente que nunca deja de romper en espuma antorchada, que ilumina la blanca sonrisa de los sueños sedados de eternidad.

Las lluvias pasadas, los coches, las sillas, las bolsas de patatas, los aros y las ballestas, las camas dobles, las puertas, los marcos de las puertas, el agua que arrastra entre las ramas de las higueras, que baja impetuosa, que se mezcla con la sal y se amansa en el fondo arenoso del mar… Y el llanto y la yegua hinchada en el cañaveral. Y luego la nieve y el viento, y el invierno y la flor que surge en la umbría.

Poetas megalíticos que esculpen versos afilados de sílex…

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