Desde la ventana del avión, Madrid es un conglomerado de formas que se quieren geométricas, incrustadas casi en el centro de la tierra de España con desigual orden. Un laberinto de pasajes y calles. Una manzana que atraviesa un río… que se cansó de traer agua como un riachuelo, pero tiene tantas ganas de llegar al mar.
Es de noche ya; al fin he llegado, y en la ruta que hago de la Plaza del Sol a mi piso en Canalejas, me descubro de nuevo en este conglomerado que va mostrando su luminoso rostro, que me atrapa en sus imbricados destellos, que me hunde en su sinrazón, que me lleva por los recodos de su estridencia, que me canta melodías antiguas desde su voz pétrea, que posa su digna decadencia, y que, con cada uno de nuestros andares diversos, va tomando la forma de una gran canasta de compras, de muchas cosas inútiles pero necesarias, con que llegar a casa.
Mucho antes de dar las doce, unas breves notas pasan furtivas a mi costado, sobre cuatro ruedas que se deslizan con prisa por la Carrera de San Jerónimo, y en ese momento la música activa mis recuerdos y regreso al lugar y al tiempo del que no debí salir, cuando “todo era posible envuelto en una canción…”
Voy por el camino de sol, pero la luz ya no transita por ahí.