Luz de cuchillo

El celador se levantó y se apresuró a acompañarme hacia la salida, situada tras un largo corredor iluminado por fluorescentes, cuya luz rebotaba en las paredes y el suelo de mármol, creando una atmósfera irreal y, a mi parecer, poco acogedora. Nos detuvimos nada más salir. El hombre me miró con algo de recelo y después dijo: “Adiós”. Creo que era un hombre azul, aunque bien pudiera estar equivocado. Antes… cuando miraba el mundo desde una acera, con los ojos muy abiertos y las pupilas como cabezas de alfiler, era muy fácil distinguir a los hombres azules. Ahora, sin embargo, resultaba más complicado. Había perdido esa agudeza y claridad para reconocerlos.

Era tarde y el cielo tenía no se qué de sombrío, lovecraftiano, inerte. Era hora de irse a casa, pero no me apetecía lo más mínimo. Quería ver a Kaila. Lo deseaba más que nada, y el hecho de que se me hubiese prohibido verla lo hacía aún más delicioso y atractivo. Le tenía mucho respeto al viejo, pero no quería estar solo. No aquella noche. Sentía que era una de esas noches en las que todo puede irse al garete, y tenía miedo. No un miedo normal, como puede ser el miedo a los perros o a la oscuridad, sino uno cerril y desbocado que me corroía por dentro como si estuviese habitado por arañas carnívoras, y al mismo tiempo me llenaba de una luz burbujeante y dolorosa. Era luz y era vacío al mismo tiempo.

Decidí hacerlo. Me dirigí a las afueras con paso rápido, esquivando transeúntes con perros y coches poco cuidadosos, y en un santiamén estaba delante de la modesta casita del viejo, donde también vivía su hija, Kaila. No podía llamar al timbre, corría el riesgo de que contestase el viejo. Tenía que proceder con cautela. Por fortuna, tenía a mi disposición unos pocos guijarros que habían resbalado por debajo de la cancela blanca. Los cogí y me di cuenta de que sólo había tres del tamaño adecuado. Uno era demasiado grande y los otros demasiado pequeños. La ventana de Kaila estaba iluminada, lo que me dio esperanzas.

Lancé el primer guijarro con firmeza, este hizo un ascenso rápido y después una parábola más suave, y fue a chocar contra una vasija de barro que Kaila tenía en el alfeizar. Hizo un sonido grave al chocar y después cayó sobre la hierba. Esperé unos segundos, aunque tenía la certeza de que había desperdiciado mi primera oportunidad.

El segundo no corrió mejor suerte, mi mano temblorosa lo hizo estrellarse contra la pared y esta vez ni siquiera conseguí oír nada. Una anciana que pasaba me miró y sacudió la cabeza con desaprobación. Por un momento pensé que se acercaría con la intención de sermonearme, pero afortunadamente prosiguió su camino murmurando unas palabras que no conseguí entender.

Sopesé el último guijarro mientras pensaba que podía lograrlo. Lo lancé, tal vez con demasiada fuerza, pero nada más lanzarlo supe que iba bien dirigido. Dio de lleno en el cristal. Unos segundos después, se abrió la ventana y se asomó Kaila, mirando a ambos lados, curiosa. Alcé la cabeza por encima del muro y le saludé con la mano.

Salió poco después, y me dio un beso en la mejilla mientras musitaba un saludo. Estaba inquieta. La sombra oscura bajo sus ojos me hizo pensar que había estado llorando. Y así era.

Aquella noche supe que Kaila se había enamorado perdidamente, y que no era correspondida. Me lo contó con total naturalidad, lo que me hirió en lo más profundo. Después me pidió consejo, y sentí una nueva oleada de luces afiladas y dolorosas por todo el cuerpo. Pero duró solo un instante, porque ella me hacía sentir fuerte y optimista. Algo que puede ser relativamente normal en un joven enamorado, pero que en mí era totalmente nuevo.

Nos miramos. Sus ojos marrones con algo de verde me sonreían, o así me lo pareció. Sentí que me rechinaban los dientes mientras le decía: “Solo un consejo puedo darte, uno diáfano y breve. Lucha por lo que quieres”.

Lucha por lo que quieres. Era justo. Ella me lo había enseñado. Bueno, ella y el viejo. Hasta que los conocí no sabía que luchar era una opción. Ella asintió y me abrazó.

Paseamos por el otoño nocturno sintiendo frío y hablando de mis versos, que era tema recurrente entre nosotros. Algunos hombres azules pasaron, pero no quise fijarme en ellos. No quería que Kaila y los hombres azules se entremezclasen. No quería pensar en ellos mientras estuviese con Kaila, aunque no siempre conseguía evitarlo.

Kaila se acordó de algo de improviso, hizo una pequeña pirueta y me dijo que había traducido a Procter. Escuché atentamente su traducción de Judge Not. Su voz profunda como un bosque perdía algo de profundidad cuando recitaba. Elogié su traducción, aún sabiendo que ni aunque el mejor poeta del universo lo intentase un millón de veces, conseguiría infundir ese vigor luminoso y sempiterno que había inundado mi corazón al leer por primera vez los versos en inglés.

En un instante se aglutinaron en mi mente todos los retazos de la historia, y mientras Kaila recitaba yo no podía dejar de pensar en una hoja de papel arrugada sobre una acera sucia y maloliente.

Así fue como conocí a Kaila. A través de una hoja de papel donde estaba garabateado el poema original. La trajo el viento hasta mí; se deslizó de su carpeta y un soplo suave y prolongado la hizo navegar los aires hasta quedar a mis pies.

Yo estaba boca arriba, sintiendo en mi interior los efectos de la afilada luz de la heroína. Mi cuerpo estaba pesado y sentía náuseas, y al mismo tiempo lidiaba con los hombres azules, que me hablaban alocadamente al oído y me decían cosas horribles y obscenas que no puedo repetir. No recuerdo haber sido consciente de estirar el brazo para coger la hoja de papel, sólo recuerdo que lo leía y los versos resonaban dentro de mí y luchaban una cruenta batalla contra las voces de los hombres azules, que ahora hablaban también en verso. No era fácil que se arredrasen, pero Procter tampoco daba su brazo a torcer.

Tremenda batalla lírica se libró en mi mente delirante, y mientras lloraba sin saberlo, Procter se abría camino con su mano luminosa por el pecho de los hombres azules y les arrancaba el corazón de cuajo, un corazón azul bombeante del que brotaban todavía versos oscuros e irracionales, y cuando leía “the depth of the abyss may be the measure of the height of pain”, los corazones arrancados explotaron y una luz blanca y dolorosa lo inundó todo, y entonces perdí el conocimiento.

Desperté en el hospital y Kaila estaba allí. Supe que había presenciado toda la escena. Mi paroxismo, mi llanto, y mi iluminación. Me habían administrado naloxona y por algún motivo veía el mundo brillante a mi alrededor, lavado y sin mácula. “Luz y vacío, de nuevo nos encontramos”, pensé.

Kaila quiso saber como me encontraba y el médico le explicó lo que yo ya sospechaba: que ella era un ángel redentor, una enviada de Procter que me había salvado la vida.

Poco después llego el viejo. Era un hombre de avanzada edad. Entró en la habitación con decisión, y clavó sus ojos en mí, con esa mirada aguda del que enseguida sabe lo que ocurre. Le dijo a Kaila que se fuera y ella se negó. El viejo abrió la boca para decir algo, pero luego lo pensó mejor y se acercó a mi camilla. Me miró de nuevo, fijamente, con ojos brillantes, y yo sentí vergüenza pero también un extraño calor que iba creciendo en oleadas.

“Has tenido mucha suerte… Tanta que la has agotado”, me espetó. “A partir de ahora ya sólo puedes luchar, porque suerte no vas a tener mucha más.”

Después el viejo preguntó al médico, que observaba la escena muy serio, si había alguien que pudiese ocuparse de mí, algún pariente, por lejano que fuese. Yo ya sabía cuál sería su respuesta. Ni siquiera llevaba encima documentación. “No hay nadie” le dije al viejo. “Solo hombres azules”. El viejo permaneció en silencio largo tiempo. Se debatía interiormente, y yo sabía que del resultado de esa lucha interior dependía mi vida, o los restos que quedaban de ella.

Finalmente, el viejo dijo algo que entonces me pareció enormemente cruel, y sin embargo, era el comienzo de una nueva etapa para mí. Un compromiso. Kaila abrazó al viejo. Yo quería hacerlo también, lo habría hecho si tuviese fuerzas para incorporarme. Con la voz conmovida y los ojos cerrados dije “gracias” de forma sincera por primera vez.

Así, comencé a ver al viejo con asiduidad. Era duro conmigo, pero también respetuoso. En nuestra primera sesión me habló de las condiciones, del centro de desintoxicación, de mis obligaciones para con él y para conmigo. Por aquel entonces yo apenas le escuchaba, sólo pensaba en Kaila y en cuando la vería de nuevo. Habían pasado dos estaciones desde aquello, pero el viejo jamás me oyó quejarme. Mientras recomponíamos los pedazos desgarrados de mi pasado, mientras le hablaba de los hombres azules y de la luz vacía que anegaba mi corazón, desatando nudos invisibles y derramando ríos de lágrimas, el viejo asentía. Algo en su voz y su mirada me convencían de que me estaba entendiendo y aceptando. Nunca hubo un sobresalto, una mirada furtiva, un gesto de incomodidad.

Pasado un tiempo, cuando estimó que podía manejarme con cierta soltura en los entornos sociales más básicos, me consiguió un trabajo de peón en una fábrica. Al decirle que tenía estudios universitarios, respondió “con más motivo”. Entonces no entendí muy bien aquella respuesta.

Kaila me devolvió a la realidad de un suave empellón. Se había dado cuenta de que no la escuchaba, y en su rostro se dibujaba un leve reproche.

Entonces ocurrió lo que siempre había temido, lo que sabía que un día pasaría y rogaba a los dioses tener fuerzas para afrontar: Una mano temblorosa me cogió del hombro y dijo algo a duras penas con una lengua de trapo.

Kaila y yo nos volvimos a un tiempo, sobresaltados. Me costó un poco reconocerlo al principio. Era Tortuga.

Estaba pálido y su silueta había menguado. Tenía los ojos hundidos, ojos de locura y desesperación. Nos estaba pidiendo dinero y entonces me di cuenta de que no me había reconocido él a mí. Sentí miedo. La mirada de Tortuga bailaba temblorosamente. Saqué unas monedas y se las entregué, mientras me colocaba entre él y Kaila.

“Es todo lo que tengo” , dije. Pero no debí haber hablado. Tortuga quería marcharse a toda prisa, pero al oír mi voz algo se removió en su interior. Dio un par de pasos atrás, y exclamó mi nombre, un nombre viejo, callejero, que Kaila jamás había oído. Muchas cosas pasaron por mi mente entonces, y tuve sentimientos encontrados. Pensé en ayudarle como me habían ayudado a mí. Pensé en coger a Kaila de la mano y salir corriendo. Pero también, y no sé muy bien por qué, pensé en golpear a Tortuga violentamente, derribarlo y golpearlo de nuevo. Golpearlo hasta que su cuerpo fuese sólo un amasijjo sangrante y su alma delgada y machacada se saliese por los bordes.

“Dame más, Licenciado”, dijo Tortuga con voz temblorosa. “Lo necesito, ya lo sabes”.

“No tengo nada más”, dije, y sentí la angustia correr por mi garganta como un ciempiés bailando la tarantela. Tortuga miró a Kaila brevemente y después desvió la mirada hacia su bolso. Ella se dio cuenta y lo puso detrás de la espalda, y yo supe que las cosas estaban a punto de ponerse muy serias.

Quise gritar “¡CORRE!”. No se si llegué a hacerlo. Tortuga había sacado algo de su bolsillo. Era un luz. Una luz afilada y metálica. Intentó abalanzarse sobre Kaila, pero yo mantuve mi posición entre ambos. Había llegado la hora de saldar mi deuda.

Kaila reaccionó entonces y arrojó el bolso lejos. Pero no fue lo suficientemente rápido, porque la hoja ya me había atravesado varias veces. Tortuga corrió a recoger el bolso y se perdió en la noche.

Sentí una especie de calor abrasador en mi corazón mientras perdía verticalidad y una luna redonda y brillante ocupaba todo mi campo de visión. Oía los gritos y sollozos de Kaila, y entonces supe que iba a morir. Pero para mí, era una victoria: Kaila continuaba con vida.

La felicidad desbordaba de mí al mismo tiempo que la sangre, líquida y tibia. Sentía como humedecía la tierra a mi alrededor. Los hombres azules me miraban y se reían a carcajadas, y después se marchaban meneando la cabeza. Yo sólo podía ver la luna. Ni siquiera veía a Kaila, aunque podía sentirla agitarse y gritar a mi alrededor.

La luna era blanca y sorprendentemente grande. Sobre ella imaginé la cara de Procter, una cara amable bañada en una luz que no era la habitual. No era esa luz de cuchillo, afilada y dolorosa, que había visto y sentido tantas veces dentro y fuera de mí, sino una luz cálida y suave que alimentaba mis ojos y mi corazón.

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:clap::clap::clap: Felices reyes

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Un relato que parece estar impregnado de una angustia existencial que captura con fuerza la contradicción entre luz y vacío.

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