Los hombres de los campos del Páramo se sienten sobrecogidos por la inmensidad de este.
El Páramo los empequeñece, les exige sacrificio, tributo de dolor, que hay que pagar por vivirlo.
Al final te concede la pureza de la derrota, y la libertad.
Los hombres que se alejan de él, quizás no vuelvan nunca, pero su presencia puede durar
para siempre.
Los Páramos de hierba alta, los de piedra agua y fango, los de niebla, los de arenas blancas, eternas, los de sol justicieros, todos ellos de viento. Los que llevamos dentro. Los dantescos.
En todos ellos tienes que luchar y escuchar sus silencios, pisar sus espinos y caminar sus vacíos.
Vuela el cernícalo el cielo, la golondrina busca donde hacer nido, la serpiente se desliza por la cresta de la duna, el zorro es horizonte y rocío silente que se mueve en la noche.
Y por la noche, el profundo ulular del búho, que recorre la soledad de su geografía.
Médulas de tiempo, raíces-nervios de sol y luna, que emergen de la profundidad del suelo
a la plenitud del arbusto.
Son tan grandes los páramos que no cabe en los ojos. Y tan pequeños que viajan dentro de cada uno. Con tinieblas que fustigan el horizonte.
Belleza sublime,
pasto de lobos,
desasosiego en las sombras
de un páramo donde las nubes
portan tú imagen, son espejo.
Páramo carcelero.
Manto tendido de estrellas, pesado y perpetuo.