Es curioso que, en un país donde el culto
a la muerte da sentido a la vida,
haya tantos difuntos en cementerios extranjeros
y cadáveres en fosas comunes, en hondos
barrancos; en tibias cunetas,
custodiados por jaramagos y flores humildes;
en simas profundísimas,
donde habitan extrañas criaturas,
y nadie sienta un desasosiego,
ni siquiera un reproche,
y todos sigamos adelante.
Esos muertos con antecedentes, ajenos
a las cautivas grandezas de una patria de clérigos,
mercaderes y soldados,
son los que dan vida a la tierra, a los árboles,
al ruiseñor y a la vieja canción de los ríos.
Son Patria nutricia,
como los poetas, los estadistas, los que fueron
a morir en extranjeras tierras.
(Me diréis que son sucesos del pasado;
que hay que mirar hacia delante;
que ya no es tiempo;
que las dos Españas ya son solo una,
y hay que abandonar esa idea absurda…)
Pues bien, debo decir
que los mismos clérigos rancios;
los mismos rapaces mercaderes;
los mismos soldados,
sucios y crueles,
son esa Patria que heredó la Tierra
Prometida y todos sus esclavos.
Los otros, los parias,
siguen bregando, en su lucha contra
la usura, la explotación, el menosprecio.
Son las dos Españas de siempre:
una que mira hacia atrás, embelesada,
con la mirada prendida
en oxidadas armaduras,
en pendones enmohecidos, en glorias
ya olvidadas,;
otra, que aspira a crear al hombre libre,
pleno de derecho, y hacerlo crecer
en toda su estatura moral…
( Pero no me salen las cuentas:
hay demasiados cadáveres, demasiados difuntos.
Y sumando - con los dedos, como el niño
que fui - tengo que aclarar,
honestamente,
que son tres las Españas donde vivimos.)