Las arenas

Las arenas siempre estuvieron ahí, desde que puedo recordar. Cuando era niño solía arrojarles juguetes para verlos desaparecer. Se hundían lentamente, como barcos en zozobra. Yo sentía entonces una mezcla de desamparo y gratificación. Creció dentro de mí la idea de un dios de las arenas, que recibía mis ofrendas y quedaba complacido. Pensaba que tal vez, con el paso del tiempo, ese dios me otorgaría todo cuanto desease.

Creo que nadie más sabía de su existencia. Las arenas no estaban ocultas, sin embargo, los adultos casi nunca miran hacia abajo y los otros niños… Bueno, simplemente preferían apartarse de mi jardín.

En la adolescencia, utilicé las arenas para esconder mis mayores secretos, aquello que no quería que nadie encontrase jamás: la tortuga que murió por accidente, las colillas de los cigarrillos apresurados, las cartas de amor que nunca fueron enviadas… Se convirtieron en un agujero negro con un contenido de lo más variopinto.

Cuando me casé, quise compartir mi secreto con ella, pero nunca parecía buen momento. Cuando me quedaba callado y la miraba fijamente, dispuesto a abrir la boca y vomitar esta increíble historia, ella siempre me interrumpía con otra cosa, algo importante que me hacía sentir minúsculo e indefenso.

Las arenas, en cambio, me otorgaban poder y fortaleza. No tuve mucho tiempo para ellas durante mi matrimonio. Pero en el mismo instante en que supe que el divorcio era inminente, corrí hacia ellas. Recuerdo estar como poseído, catártico.

Fue entonces cuando noté que algo raro les sucedía. Habían crecido y eran más oscuras. Además, emitían un extraño zumbido sordo. Parecían querer decirme algo. Arrojé dentro la alianza y el sol la hizo brillar por un instante, antes de desaparecer en el tenebroso universo subterráneo oculto bajo las arenas.

Poco después, las arenas comenzaron a obsesionarme. Soñaba que crecían demasiado. Les habían nacido tentáculos de limo que se agitaban con vida propia; y ya no esperaban pacientes las ofrendas, sino que se servían ellas mismas de todo lo que había alrededor.

Una noche de sopor etílico, soñé que se tragaban la casa conmigo dentro, y después el
barrio, y después el mundo.

Siempre quise hablarle a alguien de las arenas, pero siempre hubo algo que se interpuso. Era como si un sortilegio mudo protegiese la existencia de aquel extraño fenómeno.

Tras unas décadas ya no conseguía pensar en nada más que no tuviera relación de una u otra forma con las arenas. Vivía solo y no salía, salvo para darles de comer. No sé que reputación tenía en aquel pueblo, supongo que no muy buena. A veces los niños me arrojaban piedras y corrían dejando tras de sí un rastro de risas en el aire. Gritaban cosas que a mí no me importaban. Como en la infancia.

En mi decrepitud, cuando la mayor parte de lo cotidiano resultaba difícil, dejé de salir al jardín. Ya no alimentaba las arenas con cosas materiales, sino con la mente. Creía haber establecido una especie de vínculo con ellas, y desde el salón de mi casa, les entregaba recuerdos poco fieles, sueños que se quedaron en eso, ilusiones vanas, amores no correspondidos, esperanzas infantiles, deseos de libertad. Todo me sobraba, y las arenas todo lo aceptaban. Nunca noté la más mínima reticencia de su parte.

Aquella última noche (bien sabía yo que era la última) salí al jardín a mirar el cielo. Había muchas
estrellas. También una luna redonda y grande como el vientre pródigo de una diosa. Desde donde estaba podía oír el zumbido de las arenas. Me llamaban.

Fui a verlas, complaciente. Siempre habían estado ahí para mí, y eso nunca se olvida. Al mirarlas comprobé con orgullo que estaban enormes, a duras penas permanecían dentro del jardín…
¡Tenían dentro tantas cosas! Prácticamente toda mi vida.

Me pregunté entonces si no habría alguna cosa que pudiese saciar su desmesurado apetito. Quería que cuando yo ya no estuviera, ellas pudieran permanecer ahítas de alguna manera.

Acerqué mi mano a la superficie de las arenas y noté una sensación cálida y acogedora. El
zumbido habitual creció súbitamente, y en mis oídos era como un susurro de ninfas caprichosas e invitantes.

Como un asaltador de tumbas que baja a las catacumbas en busca de un tesoro, o quizás en busca de sí mismo, o quizás para olvidarse de sí mismo, comencé a descender por ellas. Todo mi cuerpo vibraba como un sonajero místico.

Eché un último vistazo al cielo cubierto de estrellas. “Me marcho”, pensé. Y no sentí ninguna pena. Aquel mundo no me había dado nada. Las arenas, en cambio, me lo habían dado todo, al aceptarlo todo.

Me amaban.

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Muchas gracias, Ms Wallace :slight_smile: . Es curioso que lo que más solemos necesitar es que acepten lo que damos en vez de que nos den cosas, ¿verdad?. Aunque a veces ni siquiera nosotros mismos nos demos cuenta…

Gracias por la bienvenida, ¡encantadísimo de estar por aquí!

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Magnífico relato, compañero! :heart_eyes::clap:
Este final me encantó…

Saludos,Omar!
Bienvenido a Poémame.:rose::heart_eyes:

¡Mil gracias, María :blush:! Me alegra que te guste. Cuando me tope con unas arenas movedizas me van a entrar ganas de echar alguna cosa dentro. Desde distancia prudencial, por supuesto :smiley: .

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Veo que somos paisanos…extremeños.

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¡Anda, casualidad! :slight_smile: Yo la verdad es que he estado más tiempo fuera de Extremadura que dentro jaja, ni siquiera nací aquí, pero desde hace poco es de nuevo mi hogar :blush: .

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Bienvenido a Poémame.

Saludos.

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