Entre la sombra negra del destino
busqué tus ojos deseando verlos
y me encontré de frente tu mirada
llorando lágrimas de oro añejo.
En la sábana rota de mi lecho,
lleno de fiebre, reclamé tu cuerpo
y me topé con unas manos frías,
flotando igual que témpanos de hielo.
Tras la llama que danza entre los leños
adiviné nuestro pasado viejo;
jirones de tu alma y de la mía,
colgados de un alambre de silencio.
¡Y nada se me olvida, aunque me esfuerzo…!
Vagando cual fantasma en su castillo
vive mi mente repleta de recuerdos,
de espacios infinitos entre nubes,
de increíbles leyendas, y de cuentos…
De heroicas baladas y canciones,
de rimas, y de música fluyendo,
de versos para siempre inacabados,
de tímidos “¿me quieres?” y “¡te quiero!”…
A fuego está gravado en mi retina
el transcurrir inmaterial del tiempo,
el morir angustioso de esas horas
en que creímos alcanzar el cielo;
el apagarse el sol tras los cristales,
después de consumir el día ardiendo,
y el caer de la noche, como un manto
que tiernamente viene a protegernos.
Cuando enciendo las luces de mi casa
rezuman los rincones, aún, tus besos,
me estremece el rozar de tus caricias
y me quedo prendido entre tu pelo;
en el lleno cajón de mi memoria
tu imagen se confunde con los sueños
se vuelve etérea, ardiente, inmarcesible,
y se pinta brumosa en el espejo.