Soy raíz de árbol que nació en acantilado,
hierba pisoteada en caminos,
hiedra mal nacida en jardines,
grisura de otoño,
tono triste
que no debió tener la naturaleza.
Siempre en el vértigo del riesgo,
a un paso del dolor,
donde la vida saborea sus límites.
Vine al mundo por una puerta de dos hojas.
Amo la madera de ese portal
que me abrió la conciencia
de par en par.
Después,
aprendí a llamar padre al cielo,
a la música y al sol,
a la humanidad misma con su historia azarosa,
al vagabundo,
a todo lo puntiagudo y redondo,
a lo visible e invisible.
Y aún dejé espacio para lo incomprensible.
Aprendí que soy todas las dimensiones,
todos los parámetros resumidos,
aquí está lejanía y cercanía,
muerte y vida.
Traigo a Dios y al diablo,
amor y odio,
lo inmenso y lo pequeño,
el futuro y presente.
Soy el núcleo de todo.
Yo soy resumen de cuanto pasó y pasará.
A todo aquello que estimuló mis sentidos,
lo llamé padre.
Aprendí a dialogar con la lluvia
y a mirar como lo hacen las montañas.
Fueron mis arterias de aire
y mi sangre el mar.
Incluso adopté al golpe y a la injuria como padres,
a la traición y mentira,
porque de allí tuve retoños,
eslabones fuertes que evitaron discontinuidades.
Aprendí a ser hijo y hermano
de cuanto rozó cuerpo y mente.
Despedí cada ocaso
y me alegró cada sol.
Y fui soledad y multitud,
llanto y risa,
nube y viento,
vacío y todo,
que es lo mismo.
Fui unidad e infinito,
separación y encuentro.
Y me sentí crecer de la nada
corazón y labios,
tierra y agua
fuego y combustible,
me llene de latidos y temblores,
pude ver, palpar, pensar.
Es por eso que estamos juntos
en este punto del espacio-tiempo
hechos materia sensible,
abrazándonos y amándonos.