El cortejo muestra la áspera elocuencia de los suplicantes.
Un diluvio de gotas caen de las heridas, y enlodan el mundo,
con sus charcos de palidez.
El dolor tensa el pulso, y las venas,
la plaga libera la calamidad, cuajada en la escarcha.
En los mercados, los corros murmuran con miedo,
los hospitales son catedrales de la muerte
que abren sus grandes pórticos al abismo.
Una gran garra desciende del frío,
una esfinge de nieve
que esparce las miasmas en el aire.
El agua es un puñal amargo,
que se clava en la vida indolente.
Una vida apresada en claustros malsanos,
en los lúgubres espacios del horror,
que coloniza los sueños, en una atmósfera de inseguridad.
Los apestados, son libres para morir,
en este tétrico miedo, en este miedo triste,
en esta voluptuosidad enferma.
Es lo que determinan las bestias, que se ocultan en lo inmundo,
en las espesuras de la fiebre.
Todos son fugitivos, de una danza que esquilma la aldea,
todos esperan que en el castillo ocurra igual.
Las ratas corren por las mesas, de los señores beodos,
que maldicen a un dios, que los equipara a sus siervos,
que los obliga a morir en la misma muerte.