La oscuridad lo consumió todo, apropiándose del cielo y de mi alma. Todo era propiedad absoluta de la oscuridad. Pesadas nubes de un negro de estaño hicieron suyo el horizonte. En el agujero negro se asentó el silencio, aquel que fue primero y será último.
Un vasto océano negro rodeaba los cimientos de una única estructura en pie, un armazón inmenso condenado a existir en medio de la nada. Desde la cúspide, observaba la inmensidad en su forma más honesta. Alrededor, algunas almas en pausa se hallaban cerca, también con la cabeza abajo. Uno a uno, saltaron, perdiéndose en el mar y sus miedos, sin dejar rastro, consumidos por las entrañas de las profundidades. Se desvanecieron.
Entonces, miré a aquel único acompañante que permanecía a mi lado. Su mirada se fundió con las sombras. La oscuridad le cubrió el pecho y, al final, saltó, asumiendo su destino. Yo, me instalé en la infinita soledad cósmica. El abismo y yo; yo lo observé, él vio dentro de mí. El apocalipsis recorrió mis venas, engullendo todo mi cuerpo. En mis ojos se incendiaba la mirada finita.
Yo era el único ser viviente enfrentándose al abismo.