LA ESPERA NOCTURNA
Mi refugio
Vivo en un bloque de apartamentos algo lejos del centro, en una calle sin salida. Ironías de la vida, no les voy a engañar, este es un lugar poco limpio. La gente de mi mundo no sueña con mucho más; sin lugar a dudas, es mil veces mejor que dormir al raso, pendientes de que no nos roben o de que nos coma las ratas. Aquí, al menos, la intimidad que nos proporciona las cuatro paredes nos permite concentrar las pocas fuerzas que nos queda en un único propósito: sobrevivir. Desgraciadamente, no todos reunimos las mismas energías. Enfrentarnos a nosotros mismos y ver la realidad que nos devuelve el espejo es, para muchos de nosotros, el principio del fin.
Un techo, agua corriente y anonimato es todo lo que buscamos quienes, por una u otra razón, terminamos aquí aparcando nuestras pesadas cargas. Todos, sin excepción, nos decimos: “Solo será por unos meses, hasta que me desintoxique, consiga trabajo… y más y más”.
Para mí era más de lo que había tenido en mucho tiempo; pensaba, como todos, que sería por un corto espacio de tiempo: colorín colorado y final feliz.
La búsqueda de un santuario
Al fin al cabo, ¿qué buscamos todos, mujeres y hombre? Un lugar seguro donde poder desprendernos de nuestras mochilas, un lugar donde nadie te señale con el dedo o meta las narices donde no debe, donde poder llorar a solas.
Regresar de una estancia en el infierno no solo creo que nos transforma, sino que nos hace merecedores de una nueva oportunidad. La última vez que toque fondo fui consciente de lo bajo que había caído, desterré de mi mente cualquier duda que pudiera volver a enfriar mi firme propósito de desandar lo andado; quería recuperar mi vida y no cejaría hasta conseguirlo.
La ley no escrita
Me estoy desviando del tema que me ha traído hasta aquí. Solo yo, y solo yo, me he ganado el castigo que arrastra mi alma por estos pasillos. Nos encontramos en la puerta de la que hoy, como ya he dicho, es mi casa desde hace un tiempo. La primera vez que puse un pie en su interior me hicieron saber que había una ley no escrita, que rezaba: “ver, oír y callar”.
Es muy probable que usted ahora mismo se esté haciendo un retrato de un grupo de personas irascibles dispuestas a pelear por cualquier motivo. Nada más lejos de la realidad. La mayor parte de los días pasan sin incidentes de peso. Una atmósfera apática recorre los largos pasillos donde un silencio afónico muy pocas veces tienen eco. No cabe duda que el clima que aquí se respira está motivado por el deseo de invisibilidad que todos buscamos.
Mentiría si no dijera que de tarde en tarde no se ollera algún llanto o alguna pelea por algún préstamo o intercambio dudoso. También está el que llega de madrugada un tanto pasado de copas y la emprende con la puerta: “¡Ábrete! ¡Maldita sea! ¡Ábrete!”. Pero pronto es amonestado bajo amenaza de ser desalojado.
Un misterio
Siempre he sido una persona curiosa, y así me ha ido. Mi instinto para meterme en líos me precede allá donde voy. Mi curiosidad no conoce límites.
En cuanto vi aquella figura vestida de riguroso luto, pensé que algo raro había en ese hombre cuyo rostro inexpresivo lucía unos profundos ojos negros que carecían de vida. La gente como yo, que ha vivido intensamente la calle, nos reconocemos con solo mirarnos. Sin duda algo amarraba a aquel hombre - cuyo nombre nunca supe - a permanecer junto a nosotros. Estaba seguro de que él nunca había pisado los mismos senderos y charcos que yo.
Durante unos días, me debatí entre seguir las normas no escritas que vertebraban la convivencia del buen vecino o satisfacer la curiosidad que despertaba en mí mi compañero de pasillo. Sin duda, usted ya habrá averiguado cuál fue mi elección.
Incapaz de refrenar mi curiosidad, comencé a espiarlo.
Cada noche, a las doce en punto, abría la puerta y la dejaba entornada, como esperando a alguien que nunca llegaba.
En cierta ocasión, sabiendo que llegaría a la 8 de la noche –como era habitual en él-, me quedé en el rellano frente al ascensor para “emboscarlo”:
-Buenas noches – dije, buscando un acercamiento.
-Buenas noches – me respondió sin pararse.
-Disculpe, me llamo Alfredo.
-Buenas noches – volvió a responderme antes de entrar en su apartamento.
A medida que pasaba el tiempo, más ansioso estaba por aclarar el misterio que envolvía a mi anónimo amigo.
Una vez más, a las ocho de la noche.
-Buenas noches, una copa, amigo.
-Buenas noches- me respondió sin decirme ni sí ni no. Y volvió a cerrarme la puerta en las narices.
Su extraño comportamiento me llevaba a conclusiones que no podía digerir. Una fuerza que no era capaz de controlar me empujaba con fuerza a saber quién era ese hombre que a mí se me antojaba que no era este mundo. Mi obstinación por saber todo sobre aquel desconocido que vivía al otro lado de la pared me cegaba. Mi obsesión, por él, llegó hasta a un punto de no conformarme con solo ser un simple observador de sus idas y venidas.
El descubrimiento
Una mañana, llamé al restaurante donde trabaja y me disculpé diciendo que estaba enfermo. Esperé con impaciencia a que se fuera para colarme en su habitación. En cuanto puso un pie en la calle, corrí decidido a descubrir quién se ocultaba tras ese traje negro.
La puerta cedió fácilmente; no se crean, yo nunca antes había forzado ninguna cerradura. He podido ser muchas cosas a lo largo de mi vida, pero nunca he sido un ladrón, así que me sorprendió lo sencillo que se me hizo. La habitación era austera, como esperaba: un cuarto de baño, una cama, un armario, una cómoda, una pequeña televisión que seguramente funcionaba tan mal como la mía.
Escudriñé hasta el último centímetro de la habitación, pero extrañamente no encontré nada. También había una vieja maleta debajo de la cama. La abrí y “¡nada!” -grité furioso: “¿Quién era ese hombre?, ¿qué hacía allí?, ¿a quién esperaba cada noche?”.
Decepcionado, volví a mi habitación.
Esa misma noche, mi alma saltaba como un acróbata de circo, impidiéndome descansar. Esperé y esperé hasta que la puerta volvió a estar abierta.
Había llegado el momento, ahora o nunca. Estaba dispuesto a abrirlo en canal si fuese preciso; no iba a aceptar un no por respuesta. Sí o sí, contestaría a todas mis preguntas.
-Buenas noches – dije entrando en su cuarto sin esperar a que me invitara.
-Le esperaba – me respondió sin expresar sorpresa.
-¡¿A mí?! – respondí algo confundido.
-Sí – respondió inexpresivo.
-¿Por qué? - pregunté extrañado.
-Porque es a usted a quien quiere – después de una pausa breve dijo-, el elegido.
-¿El elegido para qué y por quién? - pregunté inquisidor, sin entender nada.
-A la primera pregunta, para ocupar mi sitio; a la segunda, por Satanás.
-¿Por quién? – pregunte aunque había oído muy bien la respuesta.
-¡Por el diablo! Yo llegué a un acuerdo con Satán, Belcebú, Leviatán… da igual el nombre que usted o yo le demos. Solo hay un señor del mal, y este anda sobre la tierra, al igual que usted y yo.
-¡Está loco!
-Yo también me creí loco cuando acepté su propuesta y aquí estamos ahora, usted y yo.
De repente, la puerta se cerró de un fuerte golpe.
-¡Déjeme salir! – grité, intentando abrir la puerta.
-Lo siento, pero usted ocupará ahora mi lugar.
-Ahora sí que creo que usted está loco.
-No, amigo mío, ¿quién cree que ha guiado sus pasos hasta este cuarto?
-Y usted que gana con todo esto.
-Vivir, empezar de nuevo; le parece poco.
El nuevo esclavo
Y así fue como me convertí en esclavo. Ahora soy yo quien espera.
FIN
Fernando Giraldo 29/06/2025