La diligencia de Texas

—¿Y ustedes… qué harían por amor? —preguntó con signo extraño el más joven de los viajeros.

Una pícara sonrisa se dejaba caer plácida y en picada desde los labios del director de la diligencia, que había sugerido con una sola mirada más que con todas sus palabras a lo largo de aquella travesía. Era un joven de tez morena, faz graciosa y habla peculiar… Quiso responder, pero por yanquis que parecieran sus pasajeros, no se sentía en confianza.

Una santurrona de cabellos morenos y maltratados posaba sus ojos sobre el joven, mientras amamantaba a su hijo, a espaldas de todos ellos. Una sombra morada se cernía sobre sus ojos, y estos se cernían huidizos sobre todo objeto y rehusaban mantenerse más que un par de segundos. Estaba fuera, echada al sol, sobra una roca empolvada y que, tal vez, no ha vuelto a gozar mujer ninguna desde entonces. Otros dos niños más revoloteaban a su lado, ambos rubios y risueños.

—Justicia, hijo, ¡justicia…! —replicó una voz, distante y olvidada de la diligencia.

Un hombre bien parecido comenzaba a florear entre la maleza. Tras ajustarse el pantalón y tirar debidamente del pernil, se atusó los bigotes y bailó sobre la cabeza su vastísimo sombrero de ala ancha y colorada. El penacho azul y atornasolado brillaba bajo el sol abrasador.

—Pero si habla usted del amor de una mujer, ese no vale nada —rió, y mientras hablaba, se dirigía al acolchado interior de la diligencia—. Vea usted a esta preciosa dama aquí, presa hoy, fugitiva ayer… ¿qué no habrá hecho por amor? Desde matar a robar, y tal vez romper con el más sagrado de los mandamientos que nuestro Señor nos ha encomendado. Míreme luego a mí, que por amor al hombre no he vivido más que por el hombre. Y es tan caro el precio del bien, que la recompensa no es otra que dormir ojo avizor entre papeles de periódico y malas noches, más oscuras que de corriente, más noches de lo común. He desenfundado, he visto a los pistoleros. He disparado, ¡he visto a los indios, a los salvajes! ¡Eso es amor!

La joven no dudó ni por un segundo en asomarse a la ventanilla del carruaje y tratar de escupir al autoproclamado justiciero, aunque no eran tantas sus fuerzas… En su fracaso, el joven perdía sus ojos como en un mar largo y profundísimo. Allí, extraviados de todo oído humano, en aquella mala tierra de camino a Texas, no era su ropa tan harapienta como para no parecer hermosa, ni sus ojos tan envueltos en lágrimas y ojeras para no brillar como el faro más fulgente en la más penosa oscuridad. Su cabellera rojiza ardía y destacaba por méritos propios. Tampoco el joven era de mal parecer… era extranjero, europeo, encorvado y descuidado en sus maneras, pero de ojos verdes y brillantes, de rostro pálido y labios de sangre. Traía un guardapolvo almidonado por cubierta y un sombrero poco decorado sobre las largas cabelleras, a guisa de aquellos que llaman de infantería, de ala coja. Y aun con todo, algo en él lo hacía hermoso.

—Conozco a los hombres como usted —se decía el europeo, poniendo la vista en las montañas—. Usted persigue tanto a malos como a buenos, y piensa hacer el bien. Ha acabado con aquellos que ya había el mundo expulsado y perseguido, y ha disparado por la espalda a los más valientes pistoleros —se resentía—. Y es usted un héroe.

—Tal vez no debería darme usted la espalda, si es eso lo que piensa —se sonrió, mano en el revólver—. Hay en esta vida cosas que uno simplemente debe hacer, lograr y conseguir por los medios que sean necesarios.

—Y eso es el amor —asintió.

El hombre accedió, y se acercó hasta él.

—No conozco su problema, hijo. Lleva usted poniendo muecas y ojitos desde el comienzo del viaje —se mofó—. No soy ningún santo, ¡he pecado, sí, como todos! —deliró—. Pero he colaborado al bien, pues todo colabora con el bien, incluso el pecado.

Alzó el brazo y, poniéndolo sobre el hombro del joven extranjero, habló así:

—Tengamos la fiesta en paz, si es usted hombre de bien —pronunció, grave la voz—. Esta hermosa mujer de aquí debe llegar sana y salva a la ciudad, y preferiblemente sin perder la cabeza, aburrida por esta clase de disquisiciones. Y esta otra de aquí —sonrió, dando ligeros golpes al techo de la máquina— debe acudir a una cita con el sheriff lo antes posible. En caso de que algo vaya mal, necesito poder contar con usted, ¿me sigue?

El hombre dudó hasta que, finalmente y tras un largo suspiro, terminó por acceder.

—Sé usar un arma —sentenció, dando vueltas a su revólver, que colgaba mayestático del tahalí—. Puede contar conmigo.

Así, mientras aquellos dos extraños, distintos por naturaleza, se reconciliaban entre sí, la flor marchita dentro del carruaje comenzaba a toser y a reír.

—¿Y esta mujer, quién es… y por qué debemos viajar con un preso? —se preocupó la santurrona.

—Tiene usted aquí, bella mujer, a la ladrona de bancos más temida y respetada de un lado al otro de Río Grande —resolvió, relamiéndose los labios—. O tal vez no… En realidad, es un fantasma ignorado, pero hace no mucho su banda de ladronzuelos bonachones atracó uno de los más grandes bancos de la ciudad y, torpemente, basó su fe en tratar de escapar a Nuevo México, separándose.

—¿Eso es todo lo que se sabe? —interrogó el europeo.

—Sabemos que hay que tener cuidado con esta calaña mala y negra —escupió—. Dos de los miembros de su banda escaparon, y uno se da por muerto. Yo la había visto en los carteles de búsqueda, ¡imagine usted la sorpresa al encontrar tan bella flor, sola y perdida! Estaba jugando a las cartas en no sé qué bar, suspirando sotto voce no sé qué trampas, que no habrían de funcionar. Y hoy volvemos a Texas, donde pagará con su cuello. Es una pena que las mujeres más hermosas de este país estén todas locas y fuera de sí…

—¿Cómo termina una mujer así en una diligencia como la nuestra? —se indignó la otra mujer.

—Cuando uno cruza tierras así, debe tener cuidado. La prisa apremia, pero cruzar uno solo… Es peligroso —lamentó—. Tenía un par de amigos que podrían haberme acompañado, pero ya sabe cómo es el hombre cuando trata con recompensas, ¡cuán canalla…! Los apaches viven aún por estas tierras, en reservas a las que han sido relegados y corre la voz, verdadera o falsamente, de que sojuzgados en aquellas luchas que llaman guerras indias, han huido hacia estos nuevos y viejos paisajes tejanos en los que nos adentramos y poco a poco vamos perdiéndonos, y algunos incluso vivían desde hace tiempo en ellos.

Una sombra colgó del pescante, asintió y carraspeó un poco.

—Deberíamos retomar el camino, señores, antes de que oscurezca —acusó el negro, y todos parecieron acceder.

A un lado, en una fila de los asientos, se apretaban las carnes la orgullosa madre y los abandonados hijos, no dejando cabida más que al extranjero. A otro lado, también sin mucho espacio donde estirarse, estaba el tal vez ayudante de sheriff con su prisionera. Le apretó los grillos y la miró a los ojos como quien mira un saco de billetes o un trozo de carne apetecible.

Estos viajes eran comunes. Y más común era buscar seguridad en la compañía de aquellas gentes extrañas y variopintas que coloreaban el oeste americano, pero también el este, recalcitrantemente infectado por su cardinal contraste. Todo el país era el oeste, en mayor o menor grado, igual que un cuerpo enfermo está enfermo aunque sea una sola parte la que se encuentra enferma.

El camino siguió con normalidad, pasada la tarde y caída con languidez la tardía noche, acosada por el sol y los calores y fatigas.

—¿Y usted, a santo de qué viaja?

—Negocios.

—¡Oh, siempre son negocios! —hirió el valentón—. Yo también conozco a la gente como usted. Siempre son negocios. Se le escapa la vida, señor —refirió, haciendo con la mano el universal gesto del dinero— se le escapa.

El hombre miró la anaranjada distopía que le esperaba detrás de las puertas del carro y sonrió, encendiéndose un cigarro. Posó su mirada en la lejanía, y tuvo el quizá cazarrecompensas la sensación de que veía algo que nadie más podía notar.

—¿Puedo tener uno? —tosió la prisionera—. Por favor.

El extranjero quiso mirarla, pero igual que no lo había hecho en todo el viaje, no encontraba el valor suficiente para hacerlo ahora. Algo en ella la intimidaba inexplicablemente. Tal vez fuera su belleza, tal vez lo ambiguo y embarazoso de la situación, o tal vez alguna treta extraña. Nadie era capaz de discernir, y nadie pronunciaba palabra. El extranjero pensó que fumar en una situación así sería una estupidez, se la veía enferma, había tragado polvo y no paraba de toser, y el humo no la ayudaría, salvo que quisiera pillar una neumonía.

—Yo le daré un cigarro, señora, dijo el otro hombre. —Y en lo que hablaba, se encendió uno, cerilla en la bota y cigarro en boca, y comenzó a escupir el humo en la cara—. ¿Quiere más, mujer?

La mirada incómoda de la madre y el suspiro antagónico de la dama, terminaban por completar el amargo cuadro no sin algo de desdén del extranjero, ni sin la enfermiza risa del caballero que tenían en frente.

—Hizo bien en preguntar antes, señor —refirió la prisionera—. En preguntar por eso del amor, es verdad—se dijo, pensativa—. El amor es algo… más allá del bien y del mal. Más allá de las normas, más allá de la razón. Y todo aquel que intente estrechar sus términos, ese no ama… Y es, así como lo ven, algo que no todo el mundo puede sentir —pronunció, mirando al hombre.

La otra mujer asintió, y los niños se inquietaron sin entender acaso de qué hablaban esos mayores.

—Yo he amado mucho. Y también he sufrido mucho —lamentó—. Y amar es sufrir, eso es verdad, pero sufrir no es amar. Hay un límite…

La mujer parecía querer abrirse con aquellos viajeros que había tomado de improviso por acompañantes, pero no sería así. El valentón abrió la boca e interrumpió la voz:

—¿Qué sabe un criminal de amor? ¿Y más uno tan sucio como usted?

La prisionera rió, y sus hoyuelos bailaron como un trozo de cielo en la mueca de una mujer.

—Demasiada gente olvida el bien que hay en el mal —se dijo entre tosidos y sonrisas—. El amor de los rateros es casi siempre sincero y común. Muchos ladrones comparten y son honestos, e incluso los que no lo hacen, de alguna forma, lo hacen. Roban para sus familias, roban para vivir. ¿Cómo no sería expresión de amor? Robar tierras, matar gentes, sin embargo, ¿cómo ha de ser digno? —Acusó—. ¿Cómo ha de ser amor?

—Sería verdad —se dijo el hombre— si todos los ladrones fueran como usted. Pues más de uno solo sabe matar, y más de uno no ha nacido más que para pulsar el gatillo y oler la pólvora. Y morir así como vivió: a hierro.

—Siempre existirán aquellos que den mal nombre —rió.

Poco más pudo durar la divagación filosófica. El negro salió disparado del pescante y el carro chocó con algo. Durante un segundo, nadie dijo nada, y los ojos salidos de las cuencas del valentón casi echaban a correr.

—Indios —dijo, con la voz tranquila—. Deben ser indios. Este es el punto perfecto, en la nada más baldía… Tal vez nos hayan seguido. Nadie podría seguirnos hasta aquí más que los indios. Y nadie podrá encontrarnos.

La madre y los niños comenzaron a llorar, tanto por la conmoción como por la presión de no saber qué hacer. El extranjero, pasado un tiempo prudencial, hizo un gesto al valentón y ambos se decidieron a salir, no sin gran cautela.

—Quedad todos aquí —dijo el hombre— y vigilad a la prisionera. Vamos a ver qué ocurre.

Cuando salieron encontraron al negro inconsciente, que lentamente abría sus ojos. Poco tardó en ponerse en pie, desorientado.

—¡Indios, indios! —gritó—. ¡Vienen los injun, los apaches! ¡Corred, corred!

—Malditos salvajes —suspiró el valentón.

Los niños, que los habían escuchado, gritaron también a los nombres de los indios y los tomahawks y las cabelleras. Solo la prisionera se mantenía tranquila. De repente, el cielo ennegrecía y todo lo cubría las nubes, salvo el ruido de la pólvora estallando en la lejanía de las badlands. Una bala zumbó en los oídos del valentón, y los tres hombres se agacharon.

—Entra dentro, chico —exclamó decidido el extranjero.

—¿Y vosotros? —interrogó, temeroso.

—Nosotros vamos a encargarnos de estos indios del diablo, chico —gritó el valentón—. Entra dentro de una vez, ¡largo!

Alaridos y voces rotas de los injun podían escucharse venir de lo lejos y retumbar en los oídos temerosos de los niños. El negro entró sin pestañear, y antes de que el tiempo diera ocasión de otro pestañeo, el valentón se asomó a las colinas, descubriendo su cabeza.

Habría sido la ocasión perfecta para un tiro lejano. Para cruzar el calibre quinientos, tal vez mil pies, y con la debida suerte y la correcta precisión y disciplina de gatillo, dar con sus entrañas en el suelo. Sin embargo, todos esos tiros lejanos no daban más que al suelo y a los largos peñascos que acolmillaban el paisaje.

—Es verdad que el amor está más allá del bien y del mal, ciertamente —dijo el extranjero—. ¡Ah, del que no ha sufrido una pasión así! Quisiera sentirlo más, pero…

—¿Pero qué? —murmuró, furioso—. Eres un idiota si piensas ahora en tales cosas, niño, un idiota —bramó—. ¡Silencio, basta! Déjame rodear el carruaje. ¡Necio, necio!

Antes de tener ocasión para abrir la boca, los cerebros del señor valentón tiñeron la diligencia y el suelo y el ambiente mismo de sangre y vísceras. Bailoteó un instante y, tropezando con un magnífico ejemplar de Opuntia engelmannii, cayó al suelo, con la mirada perdida en el cielo. Un extrañísimo pedazo de cabello salió disparado tal como un trozo de cabeza escalpado, y uno de sus ojos, tal vez lenta pero decididamente, se movía todavía, como si aquella cabeza tan dura y terca hubiera sido capaz de parar la bala.

—Tal vez no debería darme usted la espalda, si es eso lo que piensa —sentenció lapidariamente el extranjero—. Dio una vuelta a su revólver y le puso una segunda bala en la cabeza. Después, vació las cuatro balas del tambor en lo vasto y ancho de las nubes.

Tres caballos se acercaron después y, con ellos, los gritos de los indios. Los que llegaban, sin embargo, no eran indios. Uno de ellos era un hombre viejo y experimentado, con un parche en el ojo y un rifle de cañón larguísimo (casi parecía una caña de pescar) y el otro, un jovenzuelo de buen ver, moreno y con pintas de ladrón. Llevaban consigo un caballo blanco hermoso, que relinchaba feliz de ver a su dueño.

—¡Mirad a quién tenemos aquí! —exclamaron al unísono—. Los niños temían, la mujer lloraba y la prisionera se echó al suelo como un gusano que exigía librarse de sus ataduras.

El extranjero se tiró con ella al suelo, y antes de desatarla no se medía en los besos que le daba y las promesas y caricias que se hacían.

—¿Las bolsas? —preguntó el extranjero a los dos hombres.

Los hombres, que con gran respeto lo habían saludado agachando sombrero y cabeza, señalaron la grupa de uno de los caballos, y bajaron una de aquellas bolsas. La mujer, una vez liberada, no quiso soltarse del extranjero, aunque tuvo que hacerlo pasados unos instantes y subir a prisa al caballo.

El extranjero tomó varios billetes de aquel saco de yute que le tendieron, y habló así:

—Esto es por las molestias —resolvió, poniendo un fajo en manos de la mujer, del negro y cada uno de los niños—. Recordad por siempre este día como el día que topasteis con unos ladrones honestos, dignos y capaces de amar, como todos los hombres, y de gran camaradería.

Después, se subió al caballo, con la prisionera abrazándole. La mujer y los niños seguían en pánico, y el negro no cesaba en su estupor, aunque el dinero haría la delicia de sus días.

—¡Arre, arre! —bramaron, piafante y victorioso el corcel—. ¡Adiós!

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