La canción del mar

De pequeño jugaba sentado ahí donde la sombra duerme,
ahí, en esa parte del bosque donde el cielo no existe,
más allá de los rayos del sol cansados
que se colaban entre las ramas y los celajes.

Recuerdo claramente la hierba virgen,
Invisible, que me acariciaba los tobillos
mientras yo corría buscando flores
verdes, blancas y rojas,
los colores favoritos de mi madre,
quien las replantaba
enseñándome
que el secreto de la vida
se esconde entre la tierra y el agua.

Crecí obsesionado con una pregunta
que vino desde la distancia:
dónde nacen la tierra y el agua.
Y resultó que obtuve respuestas,
no en la ciencia
sino en las canciones
que los árboles susurraban
moviendo sus ramas encantadas.

Me dirigieron a un camino suntuoso,
cubierto de hojas, verdes, rojas, amarillas y moradas,
y una miríada de flores y criaturas
que nadaban en los ríos y manantiales,
aguas cuya melodía tantas veces,
sin éxito, los hombres trataron de aprehender.

Llegué a un claro de bosque
donde mis ojos se volvieron débiles
pues nunca habían sido expuestos a tal claridad.
Primero decidí fijar la vista en el suelo,
donde las mariquitas batían sus alas
y las abejas en enjambre con las flores bailaban.

Descubrí que aquellos insectos
no temían la muerte, el silencio absoluto,
porque era algo que no podían imaginar
ensimismados como estaban en sus tareas.
Yo, sin embargo, alcé la mirada
y sentí mi débil corazón la primera vez que vi el cielo,
el sol, la luna y las estrellas enamoradas,
las nubes y ese azul brillante que imitaban
las alas de los pájaros más audaces.

Algún viajante de aquellos que aparecían de tanto en tanto
me contó el secreto del cielo omnipresente,
que en realidad no existía, que no era más
que el reflejo de los océanos descomunales.

Sin embargo, me subí al más alto de los árboles
y parecía un lugar diminuto
pero el salitre se pegó en mi piel desnuda
y ese olor se convirtió en determinación
de caminar hasta el mar y descubrir
todos los tesoros que, entre algas,
flotaban bajo aquel manto azul
que los días de verano
brillaban como pepitas de oro.

Tomé una determinación y me encaminé hacia aquel lugar,
pregunté a los robles centenarios cuál era el misterio,
cómo podría abandonar las sombras que siempre me habían protegido
para emprender el camino que me llevara al mar.
Me contestaron que era imposible llegar allí a pie
y que yo no tenía alas para poder volar
ni branquias para respirar y luchar contra la corriente
de los ríos pedregosos y cristalinos.

Yo les contesté que podía escuchar la canción del monte,
de los manantiales, los ríos, los árboles y las montañas,
pero ellos me hicieron ver que mis frágiles huesos
serían incapaces de soportar el peso del camino
y los terribles secretos que la noche esconde.

Mi frustración devino tempestad,
aún siendo mediodía las nubes de ébano apenas nos dejaban ver
y la lluvia y el granizo cayeron sobre mí
cortando mi piel cruda, blanca, casi transparente.
El barro no me dejaba caminar apenas ver
los relámpagos y el fuego que me rodeaban.

Los árboles esputaban lágrimas y palabras
que quedaban olvidadas entre la resina que las cubría.
En un intento de protegerse de la destrucción
hicieron crecer sus raíces para así no desprenderse del suelo
y yo, que ya me había convertido en un muñeco de barro,
intenté gritar, pedir ayuda a todos los dioses
que ingenuamente pensé que siempre me habían protegido.

En medio del fin del mundo apareciste tú señor
y, en un esfuerzo supremo, conseguí gritarte:
haz que desaparezca el tiempo y la distancia.
Pasaron cientos de años, o así me lo pareció.

Aparecí en una playa, tumbado boca abajo,
y me puse de pie, y surcando la arena llameante,
me metí en el agua y, por instinto,
intenté nadar hasta el fin del horizonte.

Hasta que finalmente me encontré flotando mar adentro,
con los oídos hundidos, el sonido de la calma.

Al cerrar los ojos pude escuchar, por primera vez,
venido del norte, el canto de las ballenas
que dominaban el reino marino
desde las aguas congeladas del Ártico.
Y, al mismo tiempo, en el Atlántico
las rocas, majestuosas e invencibles,
soportaban imperturbables el continuo golpear
de corrientes que capaces de alimentar todo un reino,
aquel de los animales que vivían pegados a ellas
escondidos en sus conchas mientras,
entre susurros me decían: escóndete
hazlo antes de que los tiburones huelan tu sangre.

Pero yo, flotaba y flotaba, ajeno a todo,
al miedo, a la soledad y al olvido
a las olas gigantes del índico
que había escondido grandes tesoros en sus entrañas.
Ni siquiera subyacía en mi mente
el sempiterno deseo de fumar,
sólo flotar, dejarme llevar por la corriente,
hasta el pacífico, en cuyas noches
niños de ojos rasgados se atrevían a lanzarse al agua
que, por efecto de las medusas y los corales,
constituían una zona de baile obligatoria
donde todos los peces movían las raspas
buscando un poco de calor y una compañía
que olvidarían pasados un par de segundos.

Nunca olvidaré la canción del mar.
No lo haré, por más años que viva.
Me quedan pocos ya, hace tiempo que,
como despertando de un sueño
un día de primavera, una mañana de sábado.

El bosque ya no era infinito,
los pocos árboles que quedaban
apenas producían oxígeno
y, mi cuerpo,
hundido por el cansancio y las noches de insomnio,
incansable,
me comunicaban que ya poco quedaba de mí
apenas un soplo de energía
la necesaria para cavar una tumba
entre las raíces del primer árbol que recuperó sus hojas.

Tumbé mi cadáver entre la tierra
y sus tiernas raíces me abrazaron,
Llevándome a un sueño profundo,
del que algunas veces puedo regresar.
Y escuchar de nuevo la canción del mar.
Y soñar que esta historia vuelve a empezar
porque morir no es otra cosa
que volver a imaginar que estás vivo.

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Me ha encantado! De principio a final :hugs:

:heart: :heart: :heart:

Me alegro. Muchas gracias!!

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