Esa era Remedios la Bella, la que Gabriel García Márquez quiso, en diáfanos intentos, describir. Es mera contradicción a lo natural intentar siquiera mencionarla.
De piel fría, semblante delicado y cabello de mares; rostro de diamantes, pliegues de plata, ojos de alma, ojos de la nada. Investigadora de lo desconocido, surcadora de las Marianas.
Sigo hablando de sus ojos: te acercas y te arde el nerviosismo negligente desde la punta de un pie hasta recorrer el cuerpo entero, en esta vida, la anterior, la siguiente y las que no habrán.
Son pupilas completas, es como zarpar de noche, ver en proa y popa las mismas aguas que se condensan en el cielo y caen entre lágrimas imprescindibles pero inexplicables.
Es Remedios, obra del cielo, hechizada por los ángeles y bendecida directamente, o algo menos o más; u obra de abajo, una maldición para los hombres, un atisbo de los vicios.
¿Quién sabe? Pero los morbosos se retractan y los neutros se polarizan.