Sé de una ciudad olvidada,
que resplandece en mi memoria.
Los ecos de su historia han quedado envueltos
en la bruma de un pasado glorioso,
que nos pertenece en la luz del tiempo.
Sus altos edificios se yerguen sobre la niebla
y desde sus decoradas cornisas e imponentes muros,
sus fantasmas solitarios, aun recorren los caminos
de una época colmada de un esplendor ancestral.
Somos hijos perdidos de aquellas leyendas,
que han quedado veladas en la noche que se ha dormido.
Sólo los cantos silenciosos de los muertos que no callan,
guardan entre sus huesos los signos de sus huellas.
La gran luna fue testigo de sus grandiosos atalayas,
que exploraban el mundo de una alborada antigua.
Un sol incandescente se mostraba sobre el cielo,
Iluminando con la claridad de un Dios portentoso,
las sombras escurridizas de aquella misteriosa metrópolis.
De sus vidas sólo nos quedan los gritos de un día ominoso,
que enterró sus almas en una fosa profunda en el mar.
El recuerdo arcano de sus piedras sumergidas en la oscuridad,
nos trae a la memoria los retumbos de un mundo perdido
que moramos en los albores de nuestra primera edad.