¡Han robado a Bécquer!

Noche estrellada de abril. En la silueta de las murallas se dibujaba un manto de sombras. El arquitecto que construyó el castillo era un nigromante y dormía plácidamente en el inframundo, bajo las laderas del enhiesto monte moncaíno. A sus pies la villa de Trasmoz. Silenciosa, taciturna.
La figura de Bécquer permanecía sentada en su sillar de piedra. El brillo del bronce jugaba con las luces de la clara luna. Una capa ajada y manida cubría la mayor parte del cuerpo. El sombrero junto a las botas y el bastón apoyado a su vera. Alguna rima guardada en el pequeño maletín de cuero envejecido, viajado y un poco sucio. La mirada del poeta alargada en la nostalgia y dirigida hacia el Monasterio de Veruela. En la mano derecha, distraída en su regazo, prendía un libro y la izquierda acariciaba sutilmente las horas. Bello reloj. Añoranza del tiempo, de los recuerdos, de los caminos. Palabra y poesía se daban la mano. Unidas ambas para salvar al mundo.  
Aquella tarde varias familias se habían desplazado hasta el lugar con intención de hacer una visita turística. Los padres recordaban de la niñez cómo el maestro de la escuela les había recomendado leer algunos escritos del poeta. Deseaban reconocer su figura literaria y su imagen personal. Se encontraron delante del monumento y algunos niños se atrevieron a tocar su rostro, metieron los dedos en sus ojos. Palparon los bucles del pelo, las arrugas del vestido y acariciaron la fría suavidad de la barba metálica. Observaron la cabeza del bastón en la cual estaba tallado un hombre desnudo en posición fetal. Varias veces se escuchó en el viento: “Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar…” Risas, evocación, remembranza de amores adolescentes. Miradas cómplices, estallido de sentimientos bañados en el oro arrebolado de los últimos rayos solares. El romántico espíritu sin nombre, modelado en bronce, daba vida al poeta.
Ya hacía varias horas que los habitantes de la villa se habían recogido en sus casas. En las alcobas estaban cerradas las contraventanas de madera y apenas quedaba encendida alguna luz amarillenta del alumbrado público. Dos gatos dormitaban acurrucados al resguardo, el uno junto al otro, en un rincón de la calle. El calor de sus cuerpos contrastaba con la fresca brisa de la noche. Un silencio especial se derramó en el somontano. La magia del lugar, el misterio cargado de historias de brujería y el olor a humo de la leña quemada en los hogares contribuían a la creación de una atmósfera esotérica. 
Dos luces paralelas zigzaguearon a lo lejos. Poco a poco se fueron acercando hasta el desvío de la calzada. En el instante de iniciar la subida de la entrada al pueblo se apagaron los faros y solamente se escuchaba suave el ruido del motor. Con lentitud, la furgoneta tomó el camino que bordeaba la población hasta situarse lo más cerca de la estatua. El motor dejó de sonar. Conductor y acompañante permanecieron en sus asientos callados. Desde la ventanilla miraban hacia las casas y observaron durante unos minutos que no existía movimiento alguno en sus habitantes. Había llegado el momento.
Con sigilo y mucho cuidado, sacaron del vehículo unos hierros que usaron a modo de palanca para desencajar la estatua de las piedras. Primero extrajeron los cantos más pequeños, después los pedruscos de mayor tamaño y, haciendo gala de la fuerza bruta, consiguieron voltear la escultura metálica. Bécquer se desplomó, abrazando el libro contra su vientre, protegiendo la palabra escrita, los versos y los besos. Impertérrito ante el dolor que desprendía su cuerpo de bronce. Con la mirada imperturbable y la cabeza de bruces en el suelo. El bastón resultó doblado pero el hombrecillo no cambió su postura fetal. Dos vueltas más. La imagen quedó frente a la puerta del vehículo de transporte. El poeta no hacía mención de colaborar en la subida al auto y le obligaron a encajar en el cubículo con sus lanzas férreas hasta que pudieron cerrar el portón. 
A la mañana siguiente se abrieron las puertas del coche. Bécquer no había pegado ojo en toda la noche. Tiraron de él con fuerza y lo dejaron caer en el suelo. Se encontraba junto a otros objetos metálicos con herrumbre. Aperos de labranza, tambores de lavadora, ventanas metálicas, vigas, verjas de hierro… ¿Qué hacía él ahí, en medio de tanta chatarra? Varias personas estaban hablando entre ellas, pero Bécquer no comprendía el significado de la conversación en la que insertaban su nombre. De repente el ruido infernal de una amoladora a más de dos mil revoluciones por minuto le dejó sin sentido. Una ráfaga de chispas eléctricas comenzó a quemar su rostro. La hendidura de fuego se incrustó hasta rasgar la piel y el alma del poeta. Fuego y dolor. Tajos y despieces al arte, a la literatura, a los versos de amor. Por aquí y por allá. Sin control, sin medida. El disco asesino de la radial elegía el destino de su fechoría y abrasaba los detalles más delicados de la escultura. Troceaba el símbolo del romanticismo y la cultura para conseguir un puñado de euros a cambio de un metal que antes fue barro modelado por el corazón de un escultor y que, posteriormente, sería llevado de nuevo a la fundición. ¡Qué despropósito, fundir la belleza en el horno de la mediocridad! 

Total, unos quinientos euros fue la cuantía abonada por la destrucción de la obra de arte y un tesoro de la historia. ¿Para qué? Acaso sirvieron las piezas vendidas a peso para conseguir unas dosis de droga o quizás unos litros de alcohol. Tal vez esos euros proporcionaron calmar la ansiedad y el sufrimiento de unos individuos enfermos o, sencillamente la inmediatez de sus necesidades más primarias les impulsaron a conseguir un poquito de sucedáneo de la felicidad.
Las piedras permanecieron en las faldas del castillo. Fueron testigos silentes del ataque brutal al desarrollo humano. Los medios de comunicación alzaron sus voces para dar la noticia. ¡Han robado a Bécquer! ¡Han robado a Bécquer! No había derecho a que unos vándalos se llevaran de allí al insigne poeta. En el pueblo no se hablaba de otra cosa. ¡Qué vergüenza! La noticia se extendió como la pólvora y todo el mundo condenó tan ilustre pérdida. La justicia local tomó cartas en el asunto. No fueron precisamente aquellas cartas, las que se escribieron “Desde mi celda” por aquellos lares.
Curiosos, caminantes, viajeros y turistas siguieron visitando la ausente estatua del poeta a los pies del castillo. Continuaron preguntando por los restos de metal. Frente a las respuestas más pintorescas se manifestaban caras expresivas de admiración y sorpresa. Un grupo de personas enlazadas por la nostalgia y el recuerdo romántico, intentaron rememorar y hacer presente el misterio embaucador de la belleza, en medio de tanto pragmatismo mundano. Sólo almas errantes, cantautores, poetas, soñadores, enamorados y adolescentes seguían experimentando cómo se les ponía la carne de gallina cuando leían una rima o escuchaban unos versos, grabados con esa maravillosa pluma romántica, estaban en la certeza de que Bécquer seguía más vivo que nunca. Sus lágrimas todavía hoy empapan el terreno de la historia.
Pasaron días y años también. Cuentan las brujas de Trasmoz que Bécquer vaga por sus calles cuando se apagan los soles en la tarde. A veces, reescribe en las puertas y en las paredes de las casas. Y el eco de su nombre resuena en el fuerte viento cuando aparece el fagüeño. La memoria de sus palabras, el color de las historias contadas a la lumbre y la belleza encuentran refugio bajo los tejados de la villa.
Ya se han callado los gritos de sufrimiento. El dolor del bronce se ha curado con la sencillez y el candor de la esperanza. Ha despertado el nigromante y ahora vigila la insensatez de cualquier dislate humano. Cuida los campos. El tomillo y el romero crecen en libertad. Las ortigas están ocupadas defendiendo los corrales que antaño resguardaban a las ovejas y a los animales del vecindario. El Moncayo también recuerda la noticia. Chiflar vibrante peregrino y fugaz. Ternura flotante en mil suspiros. Chillidos y clamor al viento urdido. Las encinas hablan lo comentan con las carrascas y hayedos. La corza blanca relata el hecho a los jabalíes que levantan el musgo con sus hocicos y a los zorros que encuentran en los senderos. Ahora todos están pendientes, y los ladrones de poetas, ¡esos… no volverán!
Rafael Roldán López

1 me gusta