Este vigésimo primero llueve tanto.
Constante líquido evocando morriñas.
La radio anuncia tormentas dispersas.
Liquidez del desamor en demasía.
El mismo cielo; distinto diluvio.
Invariable octubre; viejas costumbres.
Las gotas brillantinas se resisten a caer del garoé,
auténticos cristales de swarovski por un instante.
La gente, bajo el techo del bar, templo y cafetín,
esperan y se desesperan.
Algunos, sostienen el estuche del instrumento
otros, el maletín de piel añeja
y el paraguas medio abierto y herido.
¡Llueve mucho!
Y lo que falta por caer se contabilizaría aún más.
Ofrenda acuosa carente de recompensas.
Homenaje al ser que al llover se espanta
y no entiende de paralelismos del habla.
No puede resumirse en llovizna:
se extrañan las aguas y temen mojarse los peces.
Las estrellas del cielo estarían dorándose;
Las marinas, bronceándose u oxidándose.
Dionisíaco raudal, apolínea glosa.
Llueve y el conteo de las gotas traslúcidas se pierde.
Hacen mimos entre las ramas de los sauces
y se desconoce el acto de magia.
Falsetes de te amos entre las marquesinas.
Su visita no hace alarde al silencio.
Basta extender las manos
para denotar que no ha escampado.
Se asperjaban sobre el rostro
y el alma lo relamía hasta secarse.
Llovía y el encuentro no quería mojarse.
Se hará noche y los grillos concertinos
volverán a irrumpir el sueño de los arcángeles y el demontre.
Lloverá y el asqueroso embalse
se atiborrará de poesías púdicas otra vez.
14-09-2019