Lo primero es despedirse de los sitios. Recorrerlos, mirar los rostros que ves todos los días, pero que al irse toman significado. Salir a tomar algo con algún conocido y regresar a casa por la calle nocturna, y ver el cielo, los lugares vacíos, como presagio del “me tengo que ir”.
Luego, vas donde las personas y te dicen “te extrañaré”, y los que están acostumbrados a no cambiar, a que su rutina sea siempre la misma, te lo dirán con más fuerza, porque añoran ese cambio, aunque no tengan las condiciones o la determinación para hacerlo.
Entonces, se despedirán también los que te extrañarán porque no podrás ser útil para sus fines, como tu jefe o algún conocido que te vendia sus productos, ellos también sentirán tu partida.
Tomarás tus cosas y las echarás en maletas. Lo importante lo guardarás y lo que pensabas importante, al momento de partir, sabrás que solo hará peso de más y terminará en la cesta de la basura. Al ver el lugar vacío escucharás el eco, y te darás un paseo mirando que no se quede nada.
La mesa de madera se la regalarás a un ser querido, y la ardillita de juguete que adornaba tu oficina ahora acompañará el escritorio de al lado. Y sabrás que, aunque somos reemplazables, siempre perdurará el recuerdo de lo que eres, irrepetible.
Escribirás una nota a mano alzada, excusando tu ausencia a la persona amada, llamando quimeras que expliquen tu partida, deseando en libros libertades y finales felices, entregando flores y versos que perduren hasta donde tengan que hacerlo. Te llevarás en el corazón lo vivido y entenderás que eso la distancia no lo arrebata.
Finalmente, cuando subas al autobús, mirando las lucecitas de colores que alumbran a la distancia como símbolo de las personas que dejas atrás, con tu aliento dibujarás un garabato en el vidrio agradeciendo por dentro todo. Seguirás adelante y entenderás que esa es tu forma de decir adiós.