Las horas pesan en los intersticios
de la mañana como una presencia
inane en el fulgor de la premura.
Nada consigue frenar la cadencia
de gestos subrepticios
que provocan la usura
táctil de nuestras miradas agrestes.
Nada salvo un verticilo de vidas
girando al ritmo de cuerpos celestes
sumidos en una dimensión donde
sus rostros son sus voces más locuaces.
Son rostros tallados en sus heridas,
rostros donde el ave fénix se esconde
tras los subterfugios de confesiones
amables y voraces.