ESTRELLA ROJA
— “La orden ya está servida.” —le exclamó Darío a Carmen al dejar el ajiaco con maduros, un picadillo a la criolla con arroz y dos jugos de melón en la barra. Ella asintió con la cabeza mientras sonreía, a la vez que elevaba su pulgar derecho, para luego disponerse a llevar los platos a la mesa de los comensales. Siendo su primer mes, recién cumplido ese mismo día en el trabajo, se le veía motivada y proactiva, teniendo en cuenta que, en el pequeño restaurante, los demás empleados —que eran pocos—, por la sobrecarga de trabajo y el mal salario que percibían, en sus caras se les notaba una especie de cansancio mezclado con un desánimo desesperanzador.
Entre varios, murmuraban que la dueña del lugar, Doña Margarita, era una vieja ruin y egoísta que no tenía ningún tipo de empatía, ni mucho menos consideración para con sus subordinados. Aparte de aquello, la mujer era una comunista acérrima y veía a Castro como un dios… ya que, para ella, en su roja filosofía, la idea occidental del cristianismo solo representaba un cuento de hadas inventado a través de los siglos.
Carmen, luego de servir los platos en la mesa, prosiguió a buscar las bebidas, cuando, de pronto, se cayó una olla en la cocina. El sonido fue tan estrepitoso que le provocó un sobresalto tremendo, que, sin querer, la orilló a verter el frío líquido encima de la mesa, la comida y el rostro indignado de los clientes.
— ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Excúsenme, por favor! ¡No fue mi intención! —aseveró ella, enrojecida por la vergüenza.
Por otra parte, uno de los clientes, el cual era un señor de mediana edad, con el rostro y traje bañados en jugo, le respondió enseguida, observando a su acompañante:
— ¡Pero, ¿qué bolá, asere?! Mira nada más cómo nos dejaron… ¡Empapa’os! Tranquila. Háganos el favor y nos cambia de mesa. ¡Ah!, y también nos trae una caja de servilletas.
— En seguida, señor. —contestó Carmen con diligencia.
Todo el chismerío de la empresa se quedó petrificado observando el suceso en cuestión. En eso, se asoma la dueña, que hasta ese momento se encontraba en la oficina, y, al darse cuenta de lo ocurrido, llamó a Carmen a la cocina y le ordenó que se quitara el delantal y se lo entregara al chico que friega los platos, para que él se ocupe de los clientes. Luego de que salió el chico, Doña Margarita, con un tono pesado y déspota, le dijo a Carmen:
— ¡¿Qué carajos acabas de hacer, muchacha estúpida?! Esto se te va a descontar de tu sueldo. Hasta hoy trabajas aquí.
Carmen, sin decir ni una sola palabra, se dirigió al baño para cambiarse de ropa, al tanto que se escurría las lágrimas que brotaban de sus ojos. Posteriormente, caminó hacia la oficina, donde la esperaba la deplorable vieja, para así hacerle entrega del uniforme. Con un poco de angustia, pero a la vez con mucha dignidad, le dijo:
— Aquí le hago entrega del uniforme, señora. Muchas gracias por la oportunidad, y discúlpeme por lo sucedido. Solamente me haría falta el sobre de mi pago para retirarme.
— Muchachita igualada, ¿no te dije que se te descontaría de tu pago? No te tocará nada. ¡Sal de aquí! —repuso Margarita, sintiéndose culpable en su interior por el trato que le daba a Carmen, pero sin poder controlar su mal carácter.
En ese momento, fue como si Carmen hubiera desaparecido al instante; sus pensamientos se bloquearon y su conciencia se esfumó de repente, como si de otra persona se tratase.
Sintió el peso del pisapapeles en su mano: una estrella de cinco puntas, metálica, roja, inmutable. La misma que había visto en tantas paredes pintadas, en tantas pancartas… ahora, brillando inerte en el escritorio de una mujer que citaba a Castro mientras explotaba a los suyos.
El golpe no fue brutal, fue preciso; una estrella para una traidora. Nadie notó su ausencia inmediata, hasta una hora antes del cierre, cuando la señora de limpieza se acercó a la oficina de Doña Margarita para encontrarse a la misma tendida en el suelo, con el objeto aún clavado en su frente.
La caja fuerte estaba vacía, y en la pared, junto al reloj, escrito con sangre, se leía:
“La revolución no se pide con permiso.”
David Contreras