Una escalera conducía al bosque húmedo.
Escalera útil para subir y descontar sus lunares malignos.
Una, para poder soplar pestañas de guitarra incrustada en sus ojos.
Una escalera que transportaría al más allá y al menos acá.
Una escalera que aportaría los centímetros que faltan,
para alcanzar su boca y poder besar su voz y desnudar su corbata.
Una escalera portátil, para arrancar las palabras
que el silencio archiva entre sus ramas altas.
Un atajo, para llegar primero en primavera.
En sus escalones yacen las marcas de bosta de sus huellas.
Aún los remolinos de hojarascas se reúnen en sus ángulos
y no ven escapatoria.
El corazón se vale de ella, para subir a la cabeza
y buscar respuestas; pero jadea mucho y nunca llega.
La razón desciende al corazón y se escapa por su ombligo.
y no encuentra motivos para dejar de amarle, de hablarle.
Será qué cobran peaje en el cromosoma 22.
El olvido confunde la salida de emergencia, con la entrada.
y el recuerdo se sienta en un peldaño y a veces rueda como loco.
La soledad y el tiempo, prefieren volar y perderse.
La nostalgia se inclina por el ascensor y llega rápido.
“Chiquita de amor” a cuyo fruto no alcanza.
Escalera, emitiendo sonidos de acordeón triste.
Escalera que traslada al escenario, al sótano y a sus laterales.
Escalera de caracol, babosa, resbalosa y huele a mar.
Debajo, los duendes disponen de un rincón para escribir.
Desde la existencia de las eléctricas y el elevador
cambio todo: el reencuentro, el subterfugio y los versos.
27 de abril de 2016