Tal día como hoy, hace siete años fallecía Ernestina. La encontraron en su coche como dormida. Un infarto le impidió arrancar el vehículo, ir a la librería y acudir a su cumpleaños.
Ernestina hubiera soplado treinta y siete velas, pero siempre decía que tenía cien. Su alma era ligera como su humor. Su vida fugaz como su existencia.
Era bruja, lectora, amiga, hija y vidente, pero no hubo hechizo, ni libro, ni un palabra amiga, ni advertencia maternal, ni bola de cristal que la salvaran de este anodino final, impropio de su personalidad. Siempre pensó que su muerte sería grandilocuente. Imaginaba lágrimas por doquier. Pero nada fue así. Tardaron tres días en encontrala. Eso rezaba el informe forense: “setenta y dos horas desde el fallecimiento”. Bien visto sí que dió que hablar. Durante más de un mes fue la comidilla de plañideras y camasquinces del barrio.
Por mucho que digan voy a seguir dándome al vicio y lujosas comilonas. De qué le sirvió a Ernestina tanta dieta saludable: licuados, infusiones, verduras insípidas; tanto madrugar para sudar de lo lindo con el entrenador personal.
No, yo quiero disfrutar de la vida. Si el Creador llenó de manjares el orbe habrá que honrarle como es debido y dar buena cuenta de ellos. Ya vendrá Paco con las rebajas pero hasta entonces que me quiten lo bailado.
Sé que ustedes pensaran que no puedo ser tan bruto e ignorante. Pero estoy harto de ver tanto vivo muerto sin brillo en la mirada. Tanto obsesivo de la comida sana y de todo lo “in” que me hace sentir tan “out”.
Sí, soy un gordito pelado y feliz. Disfruto de comer, la sobremesa y un buen café (sí, nada de aguas sucias) con conversación.
Me miro en el espejo lo justo y cuando lo hago me gusto.
