Éramos la tarde milagrosa,
de alegre frescura de vertiente.
Éramos la tibia siesta del otoño
que desgajaba aún sus flores
silvestres.
Éramos el mar azul y profundo
y las maderas con olor a duendes.
Éramos el sol de los cerros celestes
esperando el ocaso bienvenido.
Éramos la mansa tarde de los valles
prometiendo la sed y el gemido,
aun presentes.
Éramos
el breve transito que precede al encuentro,
caricias en los rostros…
y en los vientres.
Éramos los ramajes de antaño
abrazando los huecos y las fuentes.
Éramos la noche despierta
ávida de amor y placer
como desean humedad las paredes.
Toda muerte fuera de la piel, y toda vida
lejos del abismo que antecede.
Éramos la sed de torrente,
de selva acalorada
y ardiente.
Éramos más
que dos sombras unidas,
que se estiran y se yerguen.
Éramos los que han aprendido a amar
y a despertar del miedo, del silencio,
y vuelven a festejar bailando
al borde de los muelles.
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