Título completo: Nihil, La vida de un enfermo con enfermedades heredadas de la nada: Enemigo del poeta.
La parálisis en las manos del poeta
remueve el título que antaño fue su esencia.
Dejé de ser quien esculpía en folios sus carencias
a un estéril intento de engendrar lamentos en sus letras.
En mi culmen como artista puse el título de poetastro en mi repisa,
comencé con la más fría y meditada indiferencia: una discapacidad sensitiva,
cuestionando cuán atrás se encuentra mi punto de partida del resto;
si mi vida entera dependiera de la ludopatía y esto, apostaría ya muerto,
pues, en un mundo literario donde el valor reside en los sentimientos a flor de pecho,
un insensible e indiferente inhumano mundano no tiene cabida ni derechos.
Cada aberración escrita por este enemigo de la poesía era un claro ejemplo de cómo no hacerlo,
siempre fui la guía hacia al error que todo poeta omite si es que pretende serlo.
Sin embargo, desde los suburbios y alcantarillados mancillé al arte con mi sangre;
vírgenes e inocentes lienzos tomaron mi perversión como hambre.
Figuré cual profano depredador de la pureza del papel con un apetito insaciable,
despertando las alarmas de la ética y moralidad, considerándome como bestia salvaje.
Pero a las bestias les impulsa el hambre
y a los monstruos los deseos de empezar una masacre.
Por ello, soy enemigo del poeta:
a sabiendas que mis sacrílegas letras activan con rechazo todas sus alertas.
Bueno… quizás lo fui en aquel cuadro macabro de un pintor
que tenía a la nada como modelo para verse a sí mismo y entre onanismos sumirse en su propio pudor.
Pero hace años que el cuadro yace sin trazos,
los mismos años que la tinta, imbuida de sangre, se conserva en mis brazos.
Antes, la sangre no bastaba para pincelar cada fracaso en garabatos,
que exhibía cual “orgulloso” Sade en mi repisa del desacato.
Ahora, aquel terror palpable en los ojos del lienzo se torna en mofa,
a sus ojos perdí mis colmillos, soy un depredador de broma.
Incluso, para la poesía me convertí en un eco distante;
ya no le repugna mi existir, dejó de escuchar mi mensaje.
Y no sé qué hago intentando evocar su sombra en este escrito apagado,
donde el folio, de mí, se burla desenfrenado y la poesía queda atrapada en un conato.
Siendo sincero, jamás me consideré enemigo de la poesía,
pese a que sé que me aborrece desde que desaté en el papel mi agonía.
No es para menos, irrumpí en su templo con versos que pecaban de blasfemia,
extirpé su halo y, con ello, usurpé su gracia;
pasó de ser algo sagrado a una paria.
Pero a mis ojos, fue el único método para ahogar la llama de mis tormentos, extinguiéndola en la eutanasia.
Mis tormentos siempre fueron verdugos de lo inocente y lo puro;
la virgen poesía era víctima perfecta para su parafilia y pensamientos impuros,
su filosofía siempre estuvo arraigada a lo crudo:
la muerte, su tratamiento indoloro,
y el suicidio doble, el deleite de lo oscuro,
síntoma de Estocolmo entre la poesía y su verdugo.
No hay abismo más corto que el separa al santo del asesino,
la lista negra comenzó siendo papel impoluto
inconsciente de su subconsciente corrupto.
Tacha con sangre el desenlace abrupto de víctimas que, sin quererlo, vieron cómo alguien más reescribía el final de sus caminos.
No es sorpresa que aquel llamado folio, alba blanca de lo eterno,
lleve en su piel el germen de lo infierno,
cuanto más se erige en su pureza, más cerca está de su caída,
pues lo sublime no es sino la antesala de su propia ruina.
Mi arte no busca ser “bello”,
su esencia está en el nihilismo, en la ausencia de todo anhelo.
Es arte por muy contradictorio que suene,
porque se atreve a existir en contra de las reglas que la razón misma concierne:
Nació en la oscuridad insondable, sin proyectar una imagen,
es la sombra desligada del objeto viéndose en el espejo,
belleza negada, y, por ello, perfecta en su reflejo.
Quizás por eso nunca me reconoció como su hijo,
siempre fui su enemigo, su intento de aborto fallido,
el bastardo a quien puso en orden de captura
y que es cazado por sus propios hermanos, como meapilas a “brujas”.
Pero, de ser por un motivo tan infantil, al borde de lo sinsentido e inútil.
Tendré que alzar la voz con la misma intensidad de un verdugo al afilar su hoz,
dispuesto a romper el himen que nubla su pudenda razón
y desgarrar el Schopenhaueriano velo de maya,
fruto del exceso de caprichos alimentados por arrastrados hermanos poetas en sus anchas.
¡Pero al CARAJO con Schopenhauer y su maya! Desgarraré hasta la falda de esta puta verdad:
“El arte que niega la belleza no deja de poseerla, mamá”.
Me encabronan los caprichos pueriles,
quizás sea hora de penetrar su nenez tras concluir que,
a veces, es necesario para evitar que fruto tierno se eche a perder.
Seré ese que le haga entender por qué las putas son putas porque gimen.
Ya va siendo hora que veas el trasfondo detrás de este espécimen,
soy “la puta con polla”, ese es mi mayor “logro” y a la vez mi único crimen,
porque estoy condenado a odiar todo lo que mis manos redactan y tocan
pero, cuando lo hacen, alcanzo a sentir el libido a base de gemidos que acotan
un odio mayor hacia mi persona por celebrar con placer una derrota.
Reitero, por si tú: ¡Mugrosa madre, Poesía!, no me sigues el paso.
Resulta que la belleza, que hubo, detrás de mi vagos trazos fue mi mayor fracaso.
Lo que debió ser la vía para humillarme, a mí: “La Miseria”,
terminó siendo la que la endiosa, la morbosa que la corona como “Gloria”.
Aborrezco a lo abstracto, las letras y el morbo por el pecado del insensato;
por prostituirse con la belleza, y hacer de mi eterno maltrato un pase directo a lo santo.
La inepta “Belleza” venera al damnificado.
Pero, ¿de qué sirve ser el mejor escritor de los peores sentimientos? ¿Dime, madre, con eso qué he logrado?
Odio no controlar ni mi propio desastre,
odio que el lápiz que afilo cual cuchillo no me mate,
odio que mis cartas suicidas trasciendan a homenaje,
odio que mis delirios se identifiquen como arte
y odio, muy por sobre todo, que la belleza pervierta mi cadáver;
como si naciese de mi lápida una rosa, sin mi permiso, desvirtuando el calvario meritante.
Odio todo lo que tú odias de mí, madre;
y por lo mucho que me odio, odio no poder odiarte.
Me encabrona que me odies por todo lo que repudio de mí.
De hecho, EXIJO que me odies por lo crímenes que orgullosamente cometí.
Quiero que me odies por haber usado el alfabeto del dolor como arma
para herir a mis hermanos, a ti y a mí mismo cual daga envenenada,
por bajarle las bragas a lienzos vírgenes, almas blancas,
y terminar consumiendo mi perversión con ellos, bajo la ley del libertinaje como coartada,
por terminar miles de necropoemas y tirarlos al cesto de basura,
luego de haber sido manchados por pajas y esperma: mecanismos de tortura,
que únicamente se apaciguan cuando la verga deja de estar dura.
Por no tener ni un ápice de respeto o benevolencia en mi escritura:
por cagarme y mearme en sus blancas vestiduras,
por violarles: violar sus normas, tradiciones y partituras.
Hice de todo para que perdieses la compostura;
pero me odias por todo lo contrario, puta.
¡Hay que ser un CARADURA! ¡IDIOTEZ PUERIL!
Aceptaría tu odio, si este fuera hacia mí.
Pero no. Tú odias mi arte.
Odias la idea de que, a veces, en lo perverso y morboso puedas encontrarte:
Temes verte sin el velo con que te cubres.
Temes padecer la enfermedad que eludes al germen.
Pero, te doy las buenas noticias: ya no tienes nada que temer,
hace tiempo que dejé de eyacular con el papel.
Ya puedes echar la vista gorda, y decir que nunca parte de ti formé.
Pero que sepas que la lascivia, lejos de ser el pecado o indecoro que vendes,
es el primer sentimiento que la naturaleza misma infunde,
incluso antes de nacer.
Duele, quema… arde, porque mentes ciegas ven a través del folio;
folio que se me ha quitado.
Folio que me ha abandonado.
Detrás de tu júbilo incesante cuyo núcleo es el autoengaño,
se encuentra tu hijo más solo, más quebrado y menos escuchado.
Y es curioso, cuando menos, que un sujeto anclado desde sus cimientos al estigma de “fracasado”,
hoy lamenta “la novedad” de otro fracaso más.
Si hay algo bueno, o bueno… no tan malo, que de mí pueda destacar,
es que hace tiempo perdí el orgullo que me impedía hundirme sin dudar.
Nunca te pedí nada a cambio; más hoy, roto y de rodillas “rezo” porque tu sombra vuelva a ser la mía.
Eras lo único que tenía, y por tu naturaleza pecaminosa, me merecías.
Ahora que te has ido soy un poeta en blanco.
¿Qué puede ser peor que eso? Para un poeta (o poetrasto) no hay nada más nefasto.
Quizás la negra ironía que siendo ateo me encuentre rezando,
o la desdicha de que Dios no exista y sepa, de antemano, que mis intentos son en vano.
Pero estoy desesperado -nunca supe sobrellevar la abstinencia-.
Contradije a mi razón en un acto de negligencia,
intenté pasar mi caso a lo metafísico, a otra jurisprudencia,
donde no solo no existía un juez, sino que también, el tiempo perdido fue un testigo en contra en mi audiencia
y empeoró aún mas mi original sentencia.
Mis vagos intentos por sentir larvas en mi estómago terminaron confirmando
lo que en un principio mi razón había redactado:
“al perderte ya estaba condenado, fui muy osado al haberte descuidado”.
Juro que intenté, e intento, volverte a tener entre mis manos,
eché la vuelta atrás tratando de repetir mis mismos pasos
a ver si así, tal vez, daba con aquel barrio rojo en donde habíamos conectado.
¿Pero cómo iba a lograrlo?
Fui un ciego que caminó sin parar en un arrebato,
y milograsamente llegó a su destino;
pero por imbécil siguió caminando,
y hoy se encuentra perdido.
En retrospectiva, fue un milagro encontrarte, madre,
mirarte desnuda y desollarte parte por parte.
Sé que es imposible que contigo vuelva a cruzarme
y que es inútil que lo intente sin estamparme.
Más clavo mis manos juntas para fracasar otra vez,
y morir ante el tribunal, escupiendo en verso: “¡Lo intenté!”.