En una cruz
estaba tu figura
y no la vi.
Pasé de largo,
un día y otro día,
y te ignoré.
Nada decías,
tan solo me miraban,
tus ojos tristes.
Indiferente,
hablaba con los hombres
y con mi sombra.
Así pensaba:
“estoy muy ocupado”,
y te ignoraba.
Sangran tus manos,
tu frente y tu costado,
se nubla el sol.
Y la soberbia
del hombre envanecido,
cayó por fin.
Llegó la noche,
el miedo y el silencio.
La soledad.
Y te busqué.
Pedí me perdonaras.
Y ya no estabas.
Miré a los cielos,
y en ellos vi tu mano
y el corazón.
Aquella cruz
que ahora yo portaba
era la tuya.
Rafael Sánchez Ortega ©
21/04/20