¿En qué extraños planetas he estado?

Hoy, al volver del trabajo -hacía un calor sofocante- me puse debajo de la ducha y dejé que el agua se deslizara por toda mi piel, enfriándola y limpiando ese sudor tan incómodo. Los hilos de agua caían sobre mis ojos por los picos del flequillo.

Al terminar de comer me eché en la cama y mientras leía comencé a sentir un sopor muy dulce, recordaba el madrugón de la mañana y me resultaba más agradable todavía. Fui durmiéndome con una vaga sensación de tiempo perdido y cosas pendientes por hacer que seguirían pendientes. El sopor iba progresando y me dejaba llevar sin oponer resistencia. La última imagen que guardé fue la ventana, y a través de ella, un paisaje de azoteas, antenas y el cielo tremendamente azul despidiendo luz y calor, mucho calor.

El cine era muy grande, y a pesar de la oscuridad, se podía distinguir fácilmente todo el contorno; las butacas rojas y las paredes enteladas del mismo color. El suelo, de madera, crujía tanto que daba reparo caminar. La gente que estaba sentada a lo largo del pasillo me miraba con cierta sorpresa y luego cuchicheaban entre ellos sin dejar de mirarme. Al contemplar la pantalla comprendí el motivo de los rumores y las miradas; la escena se desarrollaba en una vieja nave con grandes tragaluces en el techo, un ambiente gris y brumoso recordaba las películas inglesas de posguerra, pero seguramente aquella era una fábrica textil catalana de finales del siglo XIX. La estructura metálica que soportaba toda la mole de hormigón y cristal parecía el esqueleto de un reptil inmenso y geometrizado, Todo estaba en blanco y negro, y a pesar de ello puede distinguir el color de mis ojos nada más verme. Una máquina llena de ruedas, correas y engranajes se extendía delante de mí. La agilidad de movimientos y la desenvoltura con que actuaba no me sorprendía, como tampoco la gorra de paño y el mono de tirantes que llevaba -parecía el paradigma proletario de la revolución industrial-. En un gesto que reconocí con cierta familiaridad, me limpié las manos con un trapo y salí de la nave por una puerta que no existía hasta entonces.

Entré en el salón, un aceptable número de personas se acercó a mí en medio de grandes muestras de afecto y me estrechaban y besaban como si yo fuera lo que estaban esperando. Evidentemente eran amigos de toda la vida a los que no conocía de nada. El modo que tenían de agasajarme me traía a la memoria el recuerdo de Gastón, un pastor alemán que tuve hace algunos años y que murió de hepatitis.

La mirada lánguida y sus manos blancas le asemejaban a un poeta romántico o a un dependiente de aparatos ortopédicos. En cualquier caso, aquel muchacho tenía algo de cera derritiéndose cuando me hablaba de su saxofón -los franceses son mejores, por la aleación, sabe usted-. Sus dedos, cuando recorrían las llaves del instrumento, parecían aún más pálidas en contraste con el brillo dorado del metal.

Hubo un momento en que todos me pidieron que tocara algo, justamente cuando el saxofón se convirtió en trompeta y el joven músico comenzó a sonreír perdiendo todo su encanto. Ahora tenía delante a una señora que ya había visto en una butaca del cine y que en la fiesta no dejaba de lanzarme lascivas miradas; estaba manoseando pesadamente al saxofonista que seguía sonriendo y le susurraba al oído un desvarío de palabras con, seguramente, alguno oculta finalidad -sosa cáustica, cáusticamente soso, sósamente cáustico, caustico soso, acústica sosa, sonoridad insípida, mirada lánguida-.

Siempre veía lo mismo; las azoteas y las antenas, y el cielo detrás cada vez más oscuro y cada vez con nubes de formas diferentes. Me despertaba intermitentemente y asimilaba como sueño lo vivido y como vigilia ese sueño de antenas y nubes esquizofrénicas. Después volvía a dormirme buscándole otro olor a la almohada y seguía viviendo las desconcertantes secuencias de fábricas textiles, cines rojos y músicos lánguidos.

Recuerdo el modo que tenía de saludar, levantaba el brazo con la mano extendida y lo mantenía, inmóvil unos segundos. A veces se comportaba como si le estuviesen observando, y adoptaba un aire distinguido y desenvuelto. Cuando los rayos del sol incidían en los cristales de sus gafas, la mirada se le convertía en dos grietas velludas y destellantes.

No tengo muy claro por qué salió de la fiesta, si es que realmente había un motivo. Sólo recuerdo que escuchamos el claxon de un automóvil, y un frenazo. Al salir, le vimos caído a los pies de un taxi, totalmente inmóvil. Una fina línea roja le bajaba de la comisura de la boca por el mentón y llegaba hasta el asfalto donde había formado un pequeña mancha redonda.

El taxista nos dijo que cuando fue a socorrerle, todavía vivo, le oyó decir: “en qué extraños planetas he estado?”.

Se le habían quedado los ojos abiertos y en las pupilas se dibujaba una vaga imagen de azoteas, antenas de televisión y nubes esquizofrénicas multiformes.

Volvimos a la fiesta y seguimos bailando aquellas agradables melodías, tan de moda en aquellos años.

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